Las fotos de Mauthausen

El trayecto desde la estación de tren de Mauthausen hasta el infausto campo de exterminio del mismo nombre atraviesa la localidad de punta a punta, sigue por un trazado que está marcado con las señales del tramo austriaco del Camino de Santiago y se va elevando por en medio de casas unifamiliares, hasta llegar a un altozano desde el que se aprecia un paisaje, que en pleno verano, mezcla campos de un verde delicado con tonos amarillos en algunos árboles y el azul desbordante de un mediodía repleto de luz. Es un lugar de lo más agradable si no fuera por el estigma de las atrocidades que se cometieron en aquellos parajes.

Cualquier visitante del campo, si no va en coche, tiene que hacer el mismo recorrido que los presos que llegaban en reatas y pasaban por aquellas calles entre la indiferencia de la mayoría de los lugareños. Todavía hoy causa cierta sorpresa que se erijan casas tan coquetas a escasos centenares de metros de semejante memorial de barbarie. Un amigo que había visitado el lugar me dijo cuando le comenté mi intención de ir: “dicen que no hay pájaros en el campo”. En las horas que pasé por ahí no me fijé en ese detalle, impresionado quizá por el silencio que se abatía sobre el lugar.

Durante algunos años leí bastantes estudios sobre los presos españoles en los campos de exterminio, desde Jorge Semprún a Mariano Constante, pero hubo un momento en el que no pude soportar aquella sobredosis de barbaridades. Cuando apareció la investigación de Benito Bermejo titulada “Francesc Boix, el fotògraf de Mauthausen” (publicada por La Magrana en 2002; y en castellano por RBA) me reenganché al tema pero no pude terminar el libro. El horror era el verdadero protagonista de este estudio exhaustivo, documentado con una minuciosidad que llegaba a herir, de tan elocuente. Allí se explicaba con todo lujo de detalles la epopeya de un grupo de comunistas (en su mayoría) españoles que se conjuraron para sacar del campo fotografías que pudieran ser testimonio de las atrocidades cometidas ahí dentro. Entre ellos estaba Boix, que había sido reportero gráfico antes de la guerra civil española y que había conseguido estar en los laboratorios del campo, asistiendo a un oficial que cultivaba la fotografía de una manera enfermiza, hasta el punto de dejar constancia no sólo de las salvajadas que se perpetraban sino también de las visitas “insignes” que hacían destacadas personalidades del régimen nazi.

Boix y sus compinches tejieron una red tan débil como perfectamente sincronizada que logró sacar unos cuantos cientos de negativos, hasta una granja cercana en la que vivía una mujer dispuesta a no mirar hacia otro lado. Este episodio valiente permitiría que algunos jerarcas nazis pudieran ser juzgados en Nuremberg y, ante la evidencia de las pruebas, ser condenados (algunos) a la pena capital.

El libro de Benito Bermejo recorre todo el periplo vital de Francesc Boix, desde su nacimiento en 1920 en la calle Margarit de la capital catalana hasta su muerte prematura en París, el mes de julio de 1951. Es una obra ricamente ilustrada, con cientos de imágenes, algunas de ellas verdaderamente espeluznantes. Está también enriquecido con perfiles e investigaciones colaterales que ayudan a contextualizar, y se recopila incluso la declaración de Boix en Nuremberg en el tribunal de 1946. Una investigación imprescindible para conocer una de las epopeyas (si es que hubo alguna que no lo fue) vivida en aquel infierno de Mauthausen.

Como por desgracia no es frecuente que este tipo de trabajos trasciendan el ámbito académico y el de las personas especialmente interesadas en el tema, me sorprendió que desde hace unos meses se empezara a hablar del “fotógrafo de Mauthausen” y menudearan las menciones en las redes. Había en marcha una película (que tuvo cierto éxito de público) y se iba a publicar un cómic con este título: “El fotógrafo de Mauthausen”. Apareció hace unos meses, editado por Norma, con guion de Salva Rubio, dibujo de Pedro J. Colombo y color de Aintzane Landa. Intuyo las dificultades del guionista para condensar una historia tan potente, para centrar en una selección de detalles una vida tan plena y tan decisiva para sus semejantes. Los dibujos están inspirados muchas veces en esas fotografías ya emblemáticas de Boix, que muestran la dureza del día a día en el campo, la presencia cotidiana de la muerte. Y hay dobles páginas espectaculares con perspectivas del campo, sus torretas, sus muros y alambradas, toda esa parafernalia destructora que acompañaba a esos esqueletos vivientes en que acabaron convirtiéndose los miles de personas allá encerradas. El color de las páginas adquiere tonos sombríos, incluso cuando el campo fue liberado y Boix recaló de nuevo en París.

La publicación del cómic, como el estreno de la película, puede ser la mejor manera de que la vida de Boix, y la de sus camaradas primero en la lucha y luego en el campo, sea conocida por una parte del público y unas franjas de edad que no tendrían acceso a un libro como el de Bermejo, publicado hace casi veinte años. Este cómic, además, ofrece un dossier histórico que combina en más de 50 páginas textos de Rosa Torán (historiadora y vicepresidenta de Amical de Mauthausen) y Ralf Lechner (responsable de colecciones en el Memorial del campo) con explicaciones del autor acerca de cómo se gestó su trabajo. Además, hay numerosas imágenes de Boix, algunas recreadas también en las viñetas, y de Paul Ricken, el nazi al que el fotógrafo catalán ayudó en el campo y cuya minuciosidad permitió demostrar el conocimiento que los nazis tenían de las actividades en el campo, el mismo que intentaron soslayar durante el juicio de Nuremberg.

El duro epílogo de este cómic, que comienza explicando el porqué de su existencia: “difundir el conocimiento del Holocausto español y el destino de sus supervivientes”, acaba con una pregunta: “¿cómo explicar la tolerancia de todos estos estamentos [muchos de nuestros políticos, empresarios, sacerdotes, jueces y la monarquía] ante crímenes contra la humanidad y el desprecio a las víctimas y sus familias hasta hoy?”.

En esas estamos.