Un paraíso en llamas

“Te lo beberás”, me dice un amigo por WhatsApp y me envía una foto de la cubierta de un cómic que desconocía, de una autora que no me sonaba de nada. “Bye bye Babilonia”, de la libanesa asentada en Francia Lamia Zyadé, publicado por Sexto Piso en 2012. El subtítulo acota algo más el contenido: “Beirut 1975-1979” y enseguida me viene a la memoria “Persépolis”, de Marjane Satrapi. Ambos parecen tener mucho en común, ya se ocupen del Irán pre-Jomeini o del Líbano donde convivían pueblos, creencias y corrientes políticas de lo más dispar.

Dos niñas que evocan ese paraíso perdido en el que se confunde la inocencia de la infancia con la paz instalada en unos territorios que luego quedaron arrasados por las bombas, dos países que querían emular a Occidente y acabaron diluyéndose en las versiones más esencialistas de unas religiones que si algo tienen, son derivas integristas por las que transitar. Ese punto de vista infantil y femenino parece el único nexo de unión entre ambos cómics. La sutileza del blanco y negro en las páginas de Satrapi, con esos ojos evocadores y esa puesta en página tan atildada, no tiene nada que ver con la explosión de color de los dibujos de Zyadé, que necesita romper las costuras y montar dobles páginas muy expresivas, con colores chillones y dibujos que parecen hechos mientras sonaba música estridente al lado de su mesa de trabajo.

Una video reseña de Emilio Rivaud y Jomi Delgado

Los textos que acompañan semejante estallido de color son breves, a veces mínimos. Las memorias de la autora, que un día volvía de una excursión dominguera y se encontró con Beirut en llamas, igual evocan los botes de perfume o los chicles recién llegados de Occidente que se vendían en los supermercados de la capital libanesa como se convierten en una especie de catálogo de las armas que utilizaban las diversas facciones que un día empezaron a matarse en aquella ciudad conocida como el “París de Oriente Medio”. Cuando ya ha perdido definitivamente la inocencia y ha intentado que su padre le diga quiénes son “los más cabrones” en esa guerra, termina por darse cuenta de que acaba de “irrumpir, a los siete años, en un mundo complejo, lleno de contradicciones y matices, del que el Líbano probablemente es uno de los mejores ejemplos en la Tierra”.

Al ir bebiéndome las páginas me parecía ver en color las escenas de una novela de Amin Maalouf que leí hace unos años. “Los desorientados”, publicada como siempre por Alianza, creo recordar que se adentraba en las cuitas de un grupo de amigos que con el estallido de la guerra en Líbano descubren que, además de amigos, tienen una adscripción política y religiosa que hará saltar por los aires esa amistad, al tiempo que se lleva por delante miles de vidas y deja el país por los suelos, y nunca mejor dicho. Una novela tenebrosa que escrita desde la evocación, como ha hecho Maalouf en algunos de sus obras más reconocidas, publicadas en Francia, donde reside desde que puso tierra de por medio con sus “orígenes”.

Cuando sólo queda media docena de páginas para llegar al final de este cómic peculiar, Lamia Ziadé tira de ironía para explicar que ni las cumbres libano-sirias ni el baile de emisarios estadounidenses perturbarán “el buen desarrollo de la guerra” y señala que en ese año 1979 que ella ha recordado (y dibujado) “los acontecimientos que tienen lugar en Teherán nos dejan, como al mundo entero, sin aliento”.  

Parece cederle el testigo a la mencionada Marjane Satrapi. La primera viñeta de su cómic sobre los efectos de la “revolución islámica” en su país, Irán, es un autorretrato con un texto escueto: “Ésta soy yo, cuando tenía diez años. Era 1980”.

Se entrelaza con las penúltimas palabras del cómic de Ziadé: “los ochenta serán lúgrubres, fúnebres, desesperantes”.

Siempre han estado allí

En los arcenes de la Historia, refugiados en las montañas, pisando las fronteras que trazaron a cordel en el despacho de alguna cancillería, atesorando una cultura que bebe de ritos zoroástricos perdidos en la noche de los tiempos… Los kurdos siempre han estado allí. Y han sido traicionados por casi todo el mundo, perseguidos por los mismos que luego los han buscado como aliados, peleados consigo mismos y masacrados por el norte y por el sur, por Turquía e Irak, de oeste a este, desde Siria o desde Irán.

Debe de ser el pueblo más desgraciado de la Historia, en la que hay tantos. Peones en cuitas ajenas, han acabado pagando los trastos rotos de juergas que otros se corrieron, se han perseguido entre ellos por las montañas, sus únicas amigas, y han acabado en una diáspora que los ha diseminado por todo el mundo.

En los últimos años han vuelto a ser protagonistas de la escena internacional porque estuvieron al lado de Estados Unidos y fueron el bastión que consiguió frenar al Estado Islámico en Mosul. Celebraron también en Iraq un referéndum de independencia, al que se opusieron Estados Unidos, Turquía o Irán mientras el resto de las potencias lo miraba con la suficiencia de quien sabe que serán siempre derrotados. Y miles de mujeres ingresaron en sus filas, donde destacaron en la lucha contra esos islamistas que no las consideran ni ciudadanas de segunda.

Algo de todo esto puede apreciarse en un libro de potente título: “Respirando fuego”, y elocuente subtítulo, “En las entrañas de la lucha kurda por la supervivencia”. Lo publicó Península la pasada primavera y lo firman al alimón dos periodistas que en alguna entrevista de promoción explicaban que nunca habían coincidido sobre el terreno kurdo: Karlos Zurutuza y David Meseguer. Ambos son colaboradores de los diarios Ara y Gara, dos medios que por razones obvias siempre han tratado con esmero la información sobre los kurdos, el pueblo más grande sin estado propio, más de 40 millones de personas viviendo como ciudadanos con derechos restringidos en cuatro estados que los combaten con diversos grados de intensidad.

Los reportajes de Zurutuza en Ara son un prodigio de documentación, habilidad para detectar historias personales cargadas de significado y conocimiento sobre el terreno. Hay muestras abundantes en la versión digital del periódico catalán, y quizá este reportaje despierte el interés de los lectores, que ampliarán notablemente su cultura si se cobijan en las páginas de este libro. Se van alternando los textos de ambos reporteros, que a veces visitan la misma zona con algún tiempo de diferencia.

Menudean las referencias a hitos históricos del pueblo kurdo, ya sea el ensueño de la república de Mahabad de mediados de la década de 1940 o los ataques con gas de Alí el Químico, el infame primo de Saddam Hussein. Pero son casi siempre meros apuntes documentales de un retrato muy personal, muy ligado al terreno, a los problemas cotidianos de unas personas que no cejan en su empeño de hablar su lengua sin restricciones, de honrar a sus antepasados sin pedir disculpas por ello, de mantenerse como una de las sociedades más progresistas e igualitarias en ese polvorín en el que tuvieron la desgracia de asentarse hace siglos.

Asoman en sus páginas algunas de las muchas traiciones que han sufrido los kurdos: los soviéticos los vendieron en Mahabad, Estados Unidos lo ha hecho hace bien poco, las potencias europeas han claudicado ante una Turquía que amenaza con dejar salir refugiados que sigan creando problemas de conciencia al tiempo que se comen los presupuestos de la Unión. Salen nombres míticos por razones diversas, desde el clan de los Barzani hasta el hoy preso Abdulá Ocalan, del PKK a las YPG. Pero todo está contado a pie de calle, durmiendo en las azoteas en las calurosas noches de verano o buscando, como los naturales del lugar, un pozo no contaminado donde saciar la sed.

Esta sucesión de textos que se leen con el corazón encogido puede convertirse en todo un manual para adentrarse en la fascinante trayectoria del pueblo kurdo. Para subir la apuesta, el libro se abre con el prólogo de Manuel Martorell, que lleva décadas investigando y que hace una síntesis perfecta de cómo se ha llegado hasta aquí.

Un libro asfixiante: los kurdos respiran fuego. Y nosotros, con ellos.

Una novela kurda

El gozo que proporciona leer “Las plumas” es una recompensa a la perseverancia. Esta novela de Salim Barakat, un sirio de raíces kurdas, fue escrita en árabe y refleja, con mucha sutileza, algunos de los momentos de este pueblo sin estado. La versión original apareció en Nicosia en 1990 y se vertió al castellano hace un par de años, en traducción de Carolina Frías Ortiz y Almudena García Algarra, que publicó Navona.

las plumas

No es una novela fácil. Conocer, siquiera de manera somera algunos de los episodios más destacados de la historia kurda, ayuda a saborear el relato, que intercala unas vivencias muy personales con evocaciones del pasado reciente y lamentos por tantos sueños rotos y tantas traiciones. El primer capítulo de la primera parte lleva un título largo, medio jocoso, que se convierte en un spoiler en toda regla: “Esbozo heterogéneo del tiempo anterior al suicidio de Mem y los detalles anunciados, aireados a la ligera”.

El centenar largo de páginas que desarrollan tan peculiar título es una combinación lírica de sueños, metáforas, aspiraciones enigmáticas y propósitos extraños que pueden desnortar al lector más concienzudo. Las aves hablan, como lo hacen también algunos árboles; unos chacales caminan en pos de algo que hay hacia el norte y unas etéreas plumas (las del título) parece por momentos que encierran la clave para entender tan intrincada historia.

Nada más lejos de la realidad. Mem, el protagonista, vive en Chipre esperando el momento de visitar al Gran Hombre. Ha viajado desde Siria, donde ha quedado Dino, su hermano gemelo, acompañado de una extensa familia compuesta por sus padres y seis hermanas. Cuando el relato vuelve desde Chipre a la ciudad siria de Qamishli se van evocando las ilusiones rotas, aquella oportunidad perdida de la república kurda de Mahabad (en 1946), las traiciones del Ejército Rojo  y, antes y después, ahora mismo, de las potencias occidentales, que siempre han visto a “los lobos montañeses” como un aliado coyuntural al que no costaba demasiado dejar en la estacada. La brújula se vuelve loca en una de las zonas calientes del planeta, donde las fronteras se trazan con tiza y están sometidas por igual a las veleidades de un tirano que a los buenos propósitos de un demócrata que ve oportunidad de medrar.

El lirismo onírico de la primera mitad de la novela se troca en el relato aséptico de las páginas de sucesos de un diario. Y la historia avanza hacia su desenlace. La prosa de la autopsia se mezcla con los sentimientos de una familia que comienza a perder a sus miembros. La historia cotidiana de unas gentes, los kurdos, que viven entre Siria, Turquía, Irán e Iraq, reclamando un estado que les han prometido muchas veces y se lo han negado muchas más. Esta novela tan poco épica quedará como un jalón en la historia de los kurdos. Las aspiraciones de un comerciante de telas que añora el pasado al tiempo que teme el futuro, las frustraciones trasladadas a unos hijos presa de su destino, la tragedia de una familia que habla en sueños con el hijo desaparecido… son algunas de las tramas que se van superponiendo, al tiempo que hablan pájaros y plantas.

Se estrena estos días un documental de Alba Sotorra, titulado “Comandante Arian”, que muestra una historia menos evocadora pero condenadamente real. Las mujeres se han hecho con su propio espacio en las Unidades de Protección Popular (YPG), unas milicias kurdas que luchan contra el Estado Islámico y son combatidas por Turquía y apoyadas por Estados Unidos. Ese batallón femenino no sólo ha sido bien recibido por sus compañeros masculinos, sino que han copiado algunas de las iniciativas de sus compañeras, para hacer más humana (si cabe) la resistencia kurda, que lleva siglos sin cejar en su empeño.

En el programa Equilibristas, de Radio 3, Alba Sotorra explicaba sus vivencias en esa lucha de las mujeres kurdas, y cómo ha rodado cámara en mano el día a día con ellas, durante muchos meses. En los últimos años la determinación kurda contra el Estado Islámico ha permitido un giro notable en las estrategias de su pueblo. Y los kurdos han vuelto a ser protagonistas de ese avispero que se asienta sobre la antigua Mesopotamia.

Una novela de 1990, como “Las plumas”, puede parecer que es un mero relato del pasado, pero sin esos ecos no se entiende el afán de este pueblo por crear “un lugar acogedor para sus vacas, sus cabras, su nostalgia y hasta para sus huesos”.

 

Perdidos en Israel

La larga destilación del relato de nuestro último post se podría decir que nos lleva a “Una judía americana perdida en Israel”, este cómic de Sarah Glidden, que un día decide apuntarse al programa “derecho de nacimiento”, por el que todos los judíos del mundo tienen pagada una visita a Israel. El diario de Eva Heyman que glosábamos el otro día, las humillaciones sufridas, el elevadísimo precio a pagar, la tragedia colectiva que tuvo por escenario buena parte de Europa central y oriental tiene aquí un epílogo, en forma de cómic, elaborado por una autora desprejuiciada que en la cuarta viñeta dice estar “lista para ir allí y descubrir la verdad oculta tras todo este follón”.

Es un ejercicio interesante confrontar el título original de la obra con el que lleva versión española de Norma (2011): con el mismo dibujo en la cubierta, en inglés parece que ofrece una “Historia de Israel para dummies”, mientras la versión en castellano centra el tiro en la protagonista, en la situación de desamparo que por momentos parece sentir cuando visita la que pudo ser tierra de sus ancestros. Ya nos gustó mucho la visión que ofrecía Sarah Glidden de su visita a Iraq y Turquía, con ese cuestionamiento permanente, esas dudas difíciles de gobernar, ese escepticismo con el que miraba lo que ocurría a su alrededor. En esta visita a Israel, publicada previamente a las “Oscuridades programadas” que glosamos aquí, no tiene claro ni el motivo de su viaje ni lo que se va a encontrar. Teme a la propaganda, y parece que vaya siempre mirando detrás del decorado, tratando de descubrir si es simplemente cartón piedra.

Las acuarelas y los tonos suaves característicos de Glidden parecen sugerir un relato naif, pero nada más lejos de las corrientes que discurren por debajo de las viñetas. La narradora no deja de aludir al “conflicto” y empatiza rápidamente con los árabes “que estuvieron aquí durante mucho tiempo antes de que volviera el hebreo”. Viaja a Cisjordania, y su autobús discurre durante muchos kilómetros en paralelo al muro que separa ambas comunidades. Visita “la antigua Siria”, los Altos del Golán, donde pregunta sarcástica  qué interés tiene pelear por un espacio donde no se puede construir. El guía le recuerda que es territorio minado, uno de los lugares más calientes del planeta. Sigue su ruta, propagandística, por Tel Aviv, el desierto, el mar de Galilea y llega hasta Jerusalén. En el intento por comprender Israel nos lo va enseñando a los lectores, y nos muestra el Salón de los Nombres, con el que se rinde homenaje “a todos y cada uno de los judíos que fallecieron en el Holocausto”, o explica el mito fundacional de los Cielos y la Tierra, con una piedra que arrancó Dios de su trono, y que fue el pico donde el Rey David y su hijo Salomón construyeron el primer templo, allí donde está ahora la Cúpula de la Roca, cerca de ese Muro de las Lamentaciones que estamos cansados de ver en los telediarios, cuando se produce uno de eso follones que pretendía desentrañar Sarah Glidden al principio de su viaje.

Cuando apareció la obra en castellano, los responsables de Norma tuvieron el buen criterio de montar un minisite que ayuda a entender el proceso de creación de este cómic, con entrevista a la autora incluida. Al final de la obra, muy recomendable, la autora se dibuja ya en su país, reencontrándose con sus amigos estadounidenses. Uno de ellos le pregunta, a dos viñetas del final: “¿Qué demonios pasa en Israel?”.

La cara de ella es todo un poema.

 

Periodismo contra los apagones informativos

 

Todo el mundo tiene una historia que contar. Es una de las máximas del periodismo. Si uno escarba, en su propia vida o en la de otros, acabará hallando restos de una vivencia y algo podrá hacer con ellos. Es el punto de partida de un cómic autobiográfico que va encadenando historias envueltas a su vez en la historia de la gestación del cómic, un relato de relatos con el periodismo como verdadero telón de fondo. Se titula “Oscuridades programadas”, la metafórica traducción a un concepto muy asentado en inglés (rolling blockouts), que llega acompañada de un subtítulo mucho más descriptivo: “Crónicas desde Turquía, Siria e Iraq”.

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La autora es Sarah Glidden y lo acaba de publicar Salamandra Graphic. Los medios han acudido en tropel a hacerse eco de su aparición y todos se han centrado en la reflexión que plantea el libro en torno al periodismo, a su presente y, especialmente a su papel en la sociedad. En TVE, en El Periódico, en el diario en catalán Ara han aparecido reportajes generosos en los que se hablaba más de la forma de del fondo. Un “híbrido literario”, así lo calificaba Núria Juanico en Ara, que remataba su reportaje con unas declaraciones elocuentes de la propia Glidden: el periodismo “es un oficio que cada vez incluye más géneros y ensancha sus fronteras literarias”. Lo cierto es que este cómic, con textos muy largos y continuos diálogos llenos de reflexiones ampliamente argumentadas, es una defensa apasionada del matiz, de las fuentes contrastadas, de los diferentes puntos de vista, de la duda.

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El punto de partida es curioso. Sarah Glidden acompaña a dos amigos periodistas de Seattle, defensores de una manera de entender la profesión más cercana al cooperativismo que al mero negocio de informar. Seattle Globalist es el nombre de este proyecto que sigue bien vivo. En este a viaje a Oriente Medio va con ellos Dan,  un curioso acompañante, amigo de la infancia de la autora, exmarine destacado a la guerra de Iraq, que quiere ver in situ las consecuencias del paso del Ejército estadounidense por aquellas tierras. A ratos se arrepiente de haber formado parte de aquel contingente que tanto dolor ocasionó, a veces quiere pensar que no todo estuvo mal y que, en cierto modo, ayudó a derrocar al tirano. A veces no quiere desvelar su paso, en otras ocasiones se presenta como un marine que estuvo ahí.

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Esa historia, la de Dan, aparece de manera recurrente a lo largo de todo el relato e incluso sirve de argamasa para enlazar con otras biografías. Hay un bloguero iraní que cuenta su manera de hacer, hay un funcionario de Naciones Unidas que que enumera en qué consiste ser refugiado, hay, precisamente, un refugiado iraquí que fue expulsado de EEUU tras una oscura acusación de haber colaborado con Al Qaeda y hay muchos pequeños dramas, muy tristes por su cotidianeidad, protagonizados por exiliados kurdos. Muchas historias que van proporcionando diferentes puntos de vista mientras el grupo de amigos en los que se ha “empotrado” Sarah Glidden va reflexionando sobre su propia vista, sobre el periodismo, sobre la actitud de su país como árbitro del mundo y hasta acerca de sus propias vidas. “Necesitamos comprender cómo obrar con inteligencia dentro de la complejidad. Supongo que esa es la promesa del periodismo de calidad”.

Del periodismo de calidad y hasta de la propia existencia. Ese cuestionamiento permanente se puede apreciar en otro pasaje de este prolijo relato (300 páginas): “todo lo que hago como periodista se basa en el convencimiento de que, al exponer información e ideas, la gente se cuestionará cosas que daba por sentadas”. La obsesión por contar con todos los puntos de vista, el afán por huir de la comodidad que proporcionan los relatos oficiales, recuerda los cómics de Joe Sacco, al que dedica la autora la obra, entre otros autores. Técnicamente, las acuarelas y los tonos pastel de Glidden nada tienen que ver con el trazo de Sacco, en glorioso blanco y negro. Tampoco la composición de las páginas: poco rastro hay aquí de esas panorámicas a doble página, bien abigarradas, tan del gusto de Sacco.

Coinciden ambos, sin embargo, en la abundancia de textos, en el gusto por añadir una frase que acabe de dejar claro lo que cualquier protagonista quiere decir. El cómic de Glidden recuerda también a Sacco en ese planteamiento casi documental de escribir sobre el terreno, de mostrar con precisión cómo es el pequeño piso donde vive un refugiado kurdo, cómo se ve la ciudad de noche, cuando se producen los apagones que dan título al libro, cuánto fuma uno de los entrevistados o de qué manera cocinaba en EEUU los bollos de miel, en el microondas, y cómo los extraña ahora, el refugiado iraquí que fue expulsado por colaborar, supuestamente, con el terrorismo islámico que tiene al mundo en jaque.

“¿Qué es el periodismo?”, se pregunta la autora cuando queda escasamente una docena de viñetas para el final. La respuesta es una sucesión de preguntas, que hay que ver contextualizadas, dibujadas, una detrás de otra, en la página 296. Y así al final, volver a preguntarse: “¿PARA qué se hace periodismo?” Algo me dice que la respuesta a tan complejas cuestiones está en realidad hacia la mitad del libro, e incluso oculta en el propio título. Los “rolling blockouts” del título original no suenan tan bien como esas “oscuridades programadas” de la traducción al castellano. Son, lisa y llanamente, “cortes de luz provocados”, muy del gusto de los estados autoritarios o de los países que viven situaciones convulsas. En la página 152, observando la ciudad de Suleimaniya, en el Kurdistán iraquí, dice la autora que “se programan apagones para evitar sobrecargas y conseguir que la red siga funcionando”.

Se puede añadir el adjetivo “informativos” detrás de “apagones” y todo tendría más sentido todavía.