Cómic y guerra civil

Soy un admirador confeso del blog Historia y Cómic, de esa voluntad didáctica de sus post y de ese deseo de aprender (y sobre todo, enseñar) Historia a través de un lenguaje muy atractivo para los jóvenes, los que están en edad de andar peleándose con las fechas y los hechos del pasado para pasar un examen. Si el tema les subyuga, será seguramente un entretenimiento futuro y una vacuna contra teorías disparatadas y relatos demagógicos.

He hecho el ejercicio de filtrar los contenidos del blog por la etiqueta “Guerra civil” y ha sido una delicia ir pasando las entradas dedicadas a los cómics que se han ocupado de la contienda española por antonomasia. Desde luego, son todos los que están: Miguel Gallardo y su padre con “Un largo silencio”; Kim y Altarriba con sus dos éxitos de crítica y público, precisamente en sendos álbum dedicados a los padres del guionista; Paco Roca y sus “surcos del azar”; “Sento y “el médico de Belchite”; Carlos Giménez, tanto por “Paracuellos” como por la serie dedicada a la guerra… Prácticamente todos ellos se basan en historias que tienen un trasfondo familiar, que arrancan de un fogonazo que se activa en la mente de un padre, un abuelo o un tío que estuvo allí y que, después de décadas de estar callado, quiere explicar su odisea particular. “Memoria histórica a través de la memoria familiar”, como aparece en alguno de los post del blog. O como dice Antonio Altarriba en una entrevista antológica que ha colgado Jot Down, “sería bueno que los jóvenes supieran estas cosas que yo cuento”.

Aquí nos gusta hablar de cómics, y todo lo relacionado con la Guerra civil española llama nuestra atención. Hemos dedicado abundantes textos al tema, y los que quedan. Acabamos de terminar un álbum que se publicó en Francia en dos volúmenes y que en castellano publicó Norma en 2015 en un solo libro, con una breve pero interesantísima sección al final en la que aparecía parte de la documentación utilizada para montar algunas viñetas de belleza cautivadora (la huida a Francia a través de Le Perthus, los pabellones del hospital de Sant Pau en Barcelona, las panorámicas del campo de Argèles, las escenas dantescas de Mauthausen).

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La historia de “El convoy”, el titulo de este cómic con guion de Denis Lapière y dibujos de Eduard Torrents, se estructura según una fórmula frecuente en las historias que abordan nuestra guerra. Un flashback desde un presente más o menos cercano, con un par de historias que se desarrollan en paralelo, una más familiar o amorosa, la otra con un componente más documental o historicista. El relato en “El convoy” tiene la fortuna de cerrarse un 20 de noviembre de 1975, jornada a medias jubilosa. Desapareció físicamente el protagonista de tanto dolor pero lo dejó todo “atado y bien todo”, nadie podía imaginarse hasta qué punto. Este cómic, organizado en dos partes que pueden ser disfrutadas por separado, rinde homenaje a aquellos que nos precedieron y puede ser muy útil para ilustrar (y nunca mejor dicho) a los que puedan experimentar temor si agarran un libro para saber algo de nuestro pasado reciente.

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Con un planteamiento bien distinto, con un tono más intelectual (dicho sin ningún desdoro) y una plasmación gráfica más expresionista, Lluís Juste de Nin traslada a la Barcelona de la II República (y por extensión de todo lo que vendría) la historia flaubertiana de “La educación sentimental”. Publicado en 2009 por Edicions del Ponent, “Barcelona 1931. L’Educació Sentimental” no es un álbum fácilmente digerible. Multitud de personajes, tramas que se cruzan, una contextualización ricamente documentada y unos dibujos en glorioso blanco y negro obligan a leer más de una vez muchas páginas. La composición, planteada con absoluta libertad, rinde homenaje más o menos evidente a los carteles de Carles Fontseré, a las fotografías de Centelles, o a la cabecera del Cu-Cut. El trazo desgarbado de Lluís Juste de Nin deviene en unas viñetas repletas de movimiento, con una expresividad reforzada por las onomatopeyas, los cuerpos desacomplejados de los textos o la planificación absolutamente libre de cualquier pauta.

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Si en “El cónvoy” parecía que el propósito último era reivindicar esa memoria silenciada durante tantos años, en la adaptación de Flaubert hay un planteamiento más lúdico, en el que se reconocen los propios personajes. El último texto lo hace bien explícito: “Sí, potser el millor que hem tingut va ser allò”.

No hubo más lecturas veraniegas

El verano que acaba de disiparse ha sido extraño en lo tocante a lecturas. Ya decíamos un día aquí que Rodrigo Fresán y su novela sobre la vida de Federico Esperanto nos ayudaron a sobrellevar algunos momentos de zozobra personal. Cuando la cabeza necesitaba de evasión, sin tanta necesidad de concentración, escapaba hacia otras vivencias que, a primera vista, se antojaban más fútiles, pero que permanecen en el tiempo, señal de que en el relato había algo más que esparcimiento.

El azar me ha llevado a conectar esta novela basada en cuentos (¿o sería mejor decir “conjunto de relatos que acaban conformando una novela”?) con una reseña aparecida hace ya uno años en el ABC, que tildaba a este libro de “salingeriano” y que firmaba, precisamente, Rodrigo Fresán. Caí en él por la confianza que me inspira la editorial, Libros del Asteroide. Estaba en la mesa de recomendaciones de una biblioteca y no me sonaba en absoluto el nombre de su autora: Sarah Shun-lien Bynum. En 2011 apareció en castellano la traducción de “Las crónicas de la señorita Hempel”, que agrupaba ocho relatos con títulos tan breves como escurridizos: “Talento”, “Cómplice”, “Chungo” o “Encontronazo”.

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Los protagoniza Beatrice Hempel, profesora de Literatura en un colegio privado estadounidense. Se va mostrando de manera diáfana su día a día, historias cotidianas presentadas sin circunloquios ni experimentos narrativos. Parece un documental naif de alguien que está descubriendo en qué consiste eso de trabajar, de ganarse un prestigio y una reputación, mientras se torean las congojas personales que va deparando el destino. La evocación nostálgica del padre desaparecido, la desprejuiciada manera de hablar con sus alumnos de sus experiencias sexuales, como si fuera lo más normal del mundo, las charlas con los compañeros de claustro… Son “tranches de vie” que se muestran como suele ser típico de muchísimos libros americanos: a la gente le ocurren cosas y hay alguien para explicarlas. Y estamos nosotros, al otro lado, para darle sentido a esos relatos.

Esa inocencia es la que puede ser tildada de “salingeriana” en la reseña de Fresán. Y eso modo de narrar, tan invisible, es el que habrá posibilitado que la autora haya ido coleccionando premios y auspicios de ser una de las grandes narradoras del futuro, en esas clasificaciones tan futboleras que menudean en la prensa: “mejor narradora sub-35” y cosas parecidas.

En parecidos ranking ha aparecido otra autora, mucho más incisiva, que por la forma y hasta el fondo parece en los antípodas de los relatos de Sarah Shun-lien Bynum. Se trata de Merrit Tierce, una activista que cultiva una especie de “dirty realism”, visible en “Que me quieras”, novedad de Blackie Books en 2017. Una novela sin concesiones que reclama su lectura desde la contraportada, donde los editores han sido muy hábiles en los reclamos. Dos párrafos bastan para llamar la atención:

“Cuando dice Chúpamela en realidad quiere decir que todo esto es un circo, cariño, que les den a estos cabrones”.

“Y cuando le contesto Si quieres que la chupe, sácatela, lo que quiero decir es que somos duros, que a pesar de toda la mierda brillamos”.

que me quieras

La escritora Roxane Gay considera que la historia de Marie, una joven camarera que tiene una hija pero no su custodia, está narrada con una “una prosa gloriosa, afilada como una cuchilla de afeitar sucia. Tan vulnerable, dura y honesta que quita el aliento”. Poco se puede añadir a tan certera definición. La novela se lee a borbotones, como parece haber sido escrita. Se suceden los polvos, los tiritos de droga, los comentarios soeces de los hombres y la sensación de frustración de la protagonista. Su trabajo en un local de pedigrí le permitiría ganarse la vida sin estrecheces, pero todo lo que rodea a ese trabajo la va empujando en la dirección contraria. Se siente culpable de no poder atender en condiciones a su hija, y se evade de la sucia realidad follando con casi todo lo que se mueve alrededor.

Se siente entonces doblemente culpable y el lector se va empapando de esa angustia. Las flores marchitas de la cubierta, esa lata de cerveza estrujada, la ceniza que se consume del cigarro son la conseguida sinopsis de una novela que termina como empieza cada jornada de su protagonista: “Me llamo Marie y soy su camarera esta noche”.

 

Islandia, el mejor país del mundo

En la última edición de las fiestas barcelonesas de la Mercè, en el Passeig Lluís Companys se ofrecía la posibilidad de ver un cine panorámico, tumbados en el suelo, cubiertos por una cúpula en la que se sucedían ocho minutos de imágenes espectaculares con Islandia como protagonista. En realidad, era un publirreportaje de un laboratorio farmacéutico (Amgen) que ha llevado a cabo una extracción de datos para secuenciar el ADN de casi la mitad de los 300.000 islandeses que pueblan la isla. Dicen que, gracias a que la población islandesa apenas se ha mezclado con gente venida de fuera durante los doce siglos que la isla lleva habitada y dado que hay un registro meticuloso de los datos de nacimiento, muerte y parentesco de todos ellos en los últimos mil años, hay un árbol genealógico inmenso que puede proporcionar mucha información genética a la hora de conocer dónde y por qué aparecen determinadas enfermedades y, lo que es más importante (y monetizable) cómo abordarlas de manera personalizada.

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El vídeo en sí es más espectacular que informativo, pocos datos pero bellamente ilustrados con paisajes alucinantes, auroras boreales y naturaleza en plena ebullición. Acababa de leer un libro pequeñito, publicado en 2016  por Cuadernos del horizonte, titulado “Crónicas de Islandia”, y que aglutinaba en algo más de cien páginas unos cuantos reportajes de John Carlin que habían aparecido en El País entre agosto de 2006 y marzo de 2012. Ya había leído ahí sobre este proyecto de analizar el ADN de miles de personas aprovechando sus peculiares condiciones de “no contaminación”. Cayó en libro en mis manos como regalo de Jot Down, al comprar una revista dedicada a las islas. Creo que habíamos leído en familia algunos de estos reportajes hace más de una década, y que ellos fueron la espoleta que motivaron precisamente uno de los viajes que recuerdo con más placer: once días recorriendo Islandia, en un viaje circular a través de la única carretera totalmente asfaltada que rodea la isla. Fue en agosto de 2008 y con frecuencia vuelven a mi memoria flashes de aquellas jornadas que parecían eternas, con un sol que no acababa de esconderse y una sensación de estar pisando tierra que estaba viva, y que hacía todo lo posible por hacerlo patente.

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Dice John Carlin en este librito que es “el mejor país del mundo”, y por todo lo que va apareciendo en sus reportajes es difícil contradecirlo. Son escasamente 300.000 personas absolutamente tolerantes, donde abundan los escritores y, lo que es mejor, los lectores; que viven en un paisaje de ensueño, herederos de una tradición en las que las mujeres tienen un protagonismo esencial y donde no parece haber sitio para los celos ni los resquemores. Es habitual tener varias parejas a lo largo de la vida, así como hijos con todas ellas, desde bien jóvenes. Nadie se rasga las vestiduras, todo el mundo participa de la educación de todos los miembros de la familia. Apenas hay delitos, porque todo el mundo se conoce.

Durante los días en que anduve arriba y abajo por la isla me sorprendieron muchas cosas: la calle estaba llena de gente a cualquier hora, incluso de madrugada. Hacía fresco durante algunos momentos del día, pero el sol era bienvenido y nadie quería ausentarse. En los pueblos más solitarios (o en el centro de Reikiavik) las bicis estaban apoyadas en una farola, en una valla, sin necesidad de candados a pruebas de bomba como ocurre en Barcelona ahora mismo. Nadie las iba a robar. En sus paisajes espectaculares echaba en falta los árboles, apenas se veían. Por la carretera que daba la vuelta a la isla, donde no se puede circular a más de 90 km/hora, aparecía de vez en cuando una especie de podios con coches destrozados, a modo de memento mori. En los campos, recién cosechados, las balas de paja estaban envueltas en plásticos y con dibujos coloridos. De vez en cuando aparecían una muñeca hinchable y un maniquí masculino en posturas elocuentes que uno no sabía si eran espantapájaros, arte efímero o pura coña marinera. Y el agua corría por doquier. Cascadas espectaculares, glaciares, ríos, la inmensidad del cercano océano Ártico, los geiseres… Todo era agua en la isla más septentrional. Explicaban los paneles que las casas de casi toda la isla disfrutaban de agua caliente gracias a unas canalizaciones que explotaban esa energía geotérmica venida del subsuelo. El estruendo de las piezas enormes de hielo que se rompían al llegar al mar se asemejaba al de millones de litros cayendo por minuto desde cientos de metros, en algunas de las cascadas más espectaculares del mundo.

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En los núcleos habitados, allí una ciudad de 3000 habitantes ya es una urbe, sorprendía la limpieza de todo, las fachadas coloridas de las casas, las atestadas librerías en un pueblo de escasamente 500 almas. La tierra ruge y, aunque parece imperceptible, tienes la sensación de andar pisando los sueños de miles de antepasados.

Muchas de estas cosas las cuenta John Carlin en su libro, aunque él tiene la habilidad de hablar con muchos islandeses, incluso antes de salir de Barcelona, cuando se entrevista con Eidur Gudjohnsen, que entonces jugaba en el Barça. Él le pone en la pista de las personas a las que tiene que visitar. Carlin muestra de maravilla la evolución de la isla, con esa crisis económica que rompió el sueño de sus habitantes y permitió que muchos europeos (ante la debilidad momentánea de la corona islandesa) pudiéramos hacer el viaje de nuestras vidas. En esta serie de reportajes (que todo hay que decirlo, podrían haber sido objeto de una mínima edición para evitar repeticiones) se puede seguir el resurgir de la sociedad islandesa, gracias precisamente a las mujeres, a las que debiéramos encomendarnos cada cierto tiempo para atenuar tanto exceso de testosterona.

Volver a viajar por Islandia gracias a este libro de John Carlin es un regalo, que engrandece los recuerdos de una visita que tanto ansiamos repetir.

El presente de un futuro ya pasado

Ha sido un verano duro, en lo tocante a emociones. Noticias no demasiado buenas se han ido sucediendo, con un impacto emocional notable. Había días, y noches, en las que no lograba encontrar ni el refugio de la lectura. Los libros que me han acompañado durante estas semanas quedarán en mi memoria como lecturas en sordina, con una veladura que no me permitirá recordar si aquello que leí era así o una simple distorsión producto de la falta de concentración, que me impidió apreciar con nitidez las historias que se narraban.

En un incómodo sillón de hospital, al lado de una cama donde sufría una persona muy querida, encontré distracción en un libro no precisamente fácil. Una novela peculiar, que exige concentración y que premia con creces el esfuerzo que se le dedica. Era la primera vez que me acercaba a las historias de Rodrigo Fresán, un escritor argentino (por ponerle una procedencia) que parece universal por sus intereses y por la ambición con la que dicen que construye su obra. Llegué a él después de haberle escuchado en directo, hace muchos años, durante un posgrado de crítica literaria al que vino para hablarnos de una novela que tenía a punto de caramelo: “Jardines de Kensington”. No sé si tuvo mucho éxito de ventas pero sí logró el reconocimiento de los críticos. Él mismo pertenece al gremio, aunque en una entrevista reciente, imperdible, en Jot Down, se reconocía más como “evangelizador”, cuando parecían reprocharle en la una pregunta por qué casi siempre habla bien de los libros que reseña.

esperanto en mondadori

Me llevé de vacaciones, sin prever las sorpresas que esperaban en un box de Urgencias, varios libros de Fresán. Sólo pude rematar el más ligero en cuanto a páginas: “Esperanto”, en una “edición corregida y aumentada” de 2011, publicada por Mondadori sobre un original fechado en 1995. Llama la atención en la cubierta la foto de Bob Dylan, que lee con gafas de sol y su melena alborotada un diario, mientras su mano derecha sostiene un cigarro, y un café le espera la mesa. En la entrevista antes mencionada dice Fresán que este libro surgió de un sueño, lo escribió en una semana, “y es casi intocable”, para añadir que lo único que hizo en la reedición fue ponerle a Dylan en cubierta (en la original aparecía James Dean). Si es verdad, como sostienen algunos críticos, que Fresán siempre está reescribiendo el mismo libro, “Esperanto” debe de ser una puerta alfombrada para un viaje con paradas en estancias amuebladas con muy buen gusto.

esperanto en tusquets

No es una novela sencilla, porque está repleta de claves y referencias que viajan atrás mientras siembran la lectura de asideros para no perderse. Con un texto pautado día a día, de domingo a domingo, vamos descubriendo la vida de Federico Esperanto, que es la vida de un país. Uno de los grandes escritores argentinos, Osvaldo Soriano, lo resumió enigmática y certeramente: “la Argentina es algo ocurrido y enterrado, un dudoso objeto de cuidadosa memoria. Fresán lo ve así y elabora un presente difuso que transcurre en un futuro ya pasado”. Parece un trabalenguas y es, en realidad, una definición. Esta novela es densa, es rocambolesca, es local y universal, lleva a Dylan en sus entrañas pero habla de una canción del verano, “Las intermitencias del corazón”, fundamental para seguir el hilo del relato, básica para perderse en los meandros de la narración.

Al intentar recordar lo que este libro me sugirió se agolpan imágenes, canciones, noticias, nombres… que uno no sabe si ya son producto del caos mental en el que fue leída la novela o están en la raíz de la sucesión de historias que, aunque mínimas, enriquecen el tronco de la narración. Tres páginas escasas, al final del todo, bajo el epígrafe “Feriado” recopilan muchas de estas referencias: Zamenhof, Scott Fitzgerald, James Dean, Jack London, The Beatles, John Cheever, Serge Gainsbourg&Jane Birkin, Marcel Proust, Marlon Brando…

Dice Fresán, a modo de cierre de esta “edición corregida”, que Federico Esperanto “sigue navegando” y que le gustaría preguntarle “qué hizo o qué deshizo durante todos estos años” si alguno de los lectores alcanza a verlo y le deja aviso. Pocas líneas antes perfila sus rasgos, que coinciden con el “rostro un tanto malicioso de Tim Roth” al tiempo que señala que su acompañante, La Montaña García, “no podía ser otro que el gran y grande John Goodman”.

Más referencias cruzadas para una novela de apariencia convencional, con un organismo a prueba de bombas.