Nunca he conseguido ver Shoah entera. Son más de ocho horas y hay que estar muy preparado para soportar no tanto lo que se cuenta como lo que uno se imagina, y nunca hace explícito la película. Alguna vez la han pasado por la TV, también la han regalado con alguna promoción de los periódicos y hasta es posible verla, en cómodos fragmentos, en You Tube. Pero no puedo con ella, y no hay atisbo de antisemitismo en mis reticencias.
Es una obra dura, sin concesiones, que viaja por el episodio más funesto de la Historia reciente de Occidente. La imagen del cartel, que es también la carátula de algunas de las versiones en DVD, es uno de las planos más impactantes que recuerdo de mi visionado fragmentario. Aparece un hombre con el rótulo de la estación de Treblinka al fondo, acaba de hacer de un gesto (o está a punto de hacerlo) en el que se pasa el dedo índice por el cuello, en una señal inequívoca de que eran miles de personas las que morían al llegar a atisbar ese cartel de Treblinka. Este expresivo gesto corresponde a Henrik Gawkowski, un ferroviario que cumplía de manera implacable, fría, imposible de evadir, la misión de arrimar hasta un apeadero los vagones en los que se hacinaban cientos de judíos, en los que habían viajado cruzando media Polinia para llegar a morir de una forma no menos implacable, fría o inapelable.
Estos, como muchos otros detalles más o menos anecdóticos, van apareciendo como pespuntes en el relato de la realización de Shoah, la película de Claude Lanzmann. Y es que la película es la verdadera protagonista de las memorias de este francés terco, lúcido, brillante, autoindulgente a ratos, crítico, sincero por momentos, que ha consagrado una buena parte de su vida a perseguir nazis, a buscar testimonios de los supervivientes de los campos de exterminio nazi, a documentarse, a escribir y, por encima de todo, a rodar, montar y exhibir esa película con la que quería vengar a su manera el sufrimiento padecido por los judíos.
Sus memorias las tituló Lanzmann “La liebre de la Patagonia”, enigmático nombre que surge de un detalle menor que explica en pocos trazos. Las publicó Seix Barral en castellano en 2011 y venían precedidas por reconocimientos de todo tipo en el ámbito francófono, mucho más abierto a recibir testimonios de este tipo y con un sentimiento de culpa más lacerante del que pueda sentirse por estos pagos. Su autor no escatima detalles acerca de su participación en la Segunda Guerra Mundial, tampoco se ahorra comentarios hirientes sobre su propia familia (en especial, sus padres) y va explicando con un punto de inmodestia que se antoja extraño sus amores con Simone de Beauvoir, la peculiar relación triangular que mantuvo con ella y Jean-Paul Sartre al tiempo que pasea sin dificultad por la faceta más personal e íntima de ambos sin acabar de desligarla de su amplia faceta pública. Va comentando Lanzmann su labor como periodista en las más prestigiosas cabeceras francesas, incluyendo su condición de director de Les Temps Modernes, explica su relación con algunos de los intelectuales más influyentes desde el Mayo del 68 (que vivió bien de cerca y en posiciones privilegiadas) y, una y otra vez vuelve a primer plano algún detalle relacionado con Shoah, ya sea acerca de su gestación, las dificultades para conseguir financiación, los problemas con las autoridades polacas a resultas del estreno, las dificultades para exhibir en París un filme de semejante duración o incluso los intentos de algunos sectores judíos para silenciar la obra.
Estas memorias son un viaje en torno a Shoah, porque la película es la gran obra de Lanzmann, el motivo de toda una vida. Son también un ventanuco para asomarse la historia del siglo XX desde una perspectiva más francesa que judía o sionista. Y pueden ser, quizá ahora sí, la pasarela de entrada al visionado de la película.