Cosas universales

Hacía mucho tiempo que no releía un libro nada más terminarlo. “Cosas” es una recopilación de relatos cortos, cortísimos, de Castelao, publicada por Libros del Asteroide hace unos meses. Cada texto va acompañado por los dibujos que realizó el propio Castelao. Y es el que el hombre, como destaca Domingo Villar en el prólogo, lo fue casi todo. Y lo compara con esos árboles que pueblan algunos bosques de Galicia, en los que cada ejemplar destacaría por sí mismo si estuviera en otra ubicación, pero quedan opacados por la frondosidad del bosque.

Así las múltiples facetas de Castelao: escritor, pintor, médico, político, dramaturgo, ensayista, escenógrafo y tantas otras actividades en las que destacó y que a su vez, por su conjunto, ensombrecían la calidad de cada de uno de sus desempeños.

Los relatos, de una página escasa, se publicaron originalmente en gallego, entre 1926 y 1929, en dos partes. Y si algo sorprende al leerlos casi un siglo después es su vigencia, aunque nos hablen de personajes que seguro que hace décadas “se fueron volviendo tierra”, por utilizar la poderosa imagen con la que Castelao rememora a la siña Fanchuca, “la primera muestra de pobreza que contemplaron mis ojos” y a la que describe con una ternura que casi entronca con la magia: “contaba más de cuatro veces veinte años y lucía en las ropas los remienditos de todas las fiestas, igual que llevan las plumas los pájaros pequeños”.

Castelao murió en Buenos Aires en 1950, después de haber sido uno de los padres del galleguismo y haber formado parte del gobierno republicano en el exilio. Su personalidad destacó durante los años republicanos aunque en estos cuentos ese compromiso sólo se pueda apreciar en algunas de las descripciones, casi pinceladas, con las que muestra esa pobreza y abandono en que vivían algunos de sus paisanos, en esa Galicia (como el resto de España) que parecía yacer en la oscuridad que muestran algunas de las ilustraciones de este volumen. Dibujadas a cincel, son grabados caracterizados por un juego de luces y sombras tan secas como elocuentes. Cuando el trazo se vuelve más grácil es porque acompaña las historias de personajes más candorosos y optimistas. Es el caso del Migueliño que va al puerto a buscar a su padre, al que no conoce, que vuelve de América. Y en todos los hombres bien vestidos quiere reconocer a ese padre. O el Romualdo que pretende seguir de parranda y pide permiso a su mujer mientras los amigos escuchan lo que no son precisamente bienaventuranzas.

El humor, bien negro en ocasiones, preside muchos de estos microrrelatos y hay uno al que he vuelto en numerosas ocasiones. No más de cuarenta líneas necesita Castelao para contar la vida de Ramón Carballo, que viajó por medio mundo en busca de dinero y terminó de una manera tremenda. El trazo casi naif del dibujo que se entremezcla con las palabras no da ninguna pista, pero completa de maravilla el destino de Ramón.

Y así durante los cuarenta y pico textos, una combinación sutil de ternura, memoria y sabiduría para crear imágenes inolvidables. Como la osamenta de un barco, encallada en el arenal como si fuera el esqueleto de un pez gigante escupido por el mar, que es el arranque preciso y precioso de un relato que ensalza la dignidad de los pobres al tiempo que denuncia a esos patrones que tienen barcos pero nunca van al mar.

Pronto volveré a estos textos, lo están reclamando.

Un artista del peso

Mientras el último libro de Juan Tallón espera en la mesilla de noche ser atacado descubro en un reportaje un libro de Judith Schalansky titulado “Inventario de algunas cosas perdidas”, publicado en castellano por Acantilado y en catalán por Més Llibres. Explica Jordi Nopca que esta escritora alemana (autora también de un “Atlas de islas remotas”) recopila una docena de desapariciones con el propósito de reivindicar su importancia y recoge unas declaraciones que justifican plenamente su interés: “cuando una cosa desaparece va a parar a un lugar de nuestra mente entre la realidad y la leyenda”.

Mientras espero para hacerme con este peculiar catálogo (en el que por lo visto conviven los poemas de Safo, una villa romana, una película de Murnau o el tigre peludo del Caspio) recuerdo que había leído por encima la contraportada de “Obra maestra”, el libro de Tallón que acaba de publicar Anagrama y entiendo que es toda una premonición haberme encontrado con el reportaje del Ara Llegim donde se hablaba de cosas perdidas. La nueva novela de este escritor gallego que tanto nos gusta aquí se ocupa de “una historia del todo inverosímil… y sin embargo sucedió”. Y es que el Museo Reina Sofía “perdió” una escultura que le había encargado a Richard Serra para la inauguración en 1986. Después de tenerla expuesta durante unos pocos años y después de comprarla por 36 millones de pesetas (contra el criterio de una de las especialistas del propio museo) alguien decidió enviarla a un almacén ajeno al propio museo y cuando la quisieron recuperar nadie supo dar con ella. Lo más llamativo es que la escultura en sí, cuatro piezas de acero, pesaba 38 toneladas.

Aquí es cuando cobran sentido las palabras de Schalansky y la “obra maestra” de Richard Serra queda alojada en algún lugar entre la realidad y la leyenda, de donde es rescatada por Tallón. De una manera aparentemente sencilla, mediante una sucesión de voces que van aportando opiniones, datos más o menos exactos, recuerdos, sensaciones… está ficción basada en hechos reales (y si no que se lo digan a los responsables del museo que no se percataron del extravío) va enhebrando una historia que parece una novela negra. Por aquí transitan policías especializados en robos de arte, empresarios encargados de trasladar obras mastodónticas por todo el mundo, galeristas, ministros, periodistas, el propio Richard Serra y también el dueño del almacén donde estaba la escultura, y que se fue a la ruina porque no estaba al corriente de pagos con Hacienda y por ello no podía girar las facturas al museo por dicho almacenaje, con lo que aún debía más a las arcas públicas.

De todo ello va dando cuenta Juan Tallón, que se autoincluye como personaje en esta peculiar mezcla de ficción y realidad en la que convive una cincuentena de voces, algunas más traídas por los pelos que otras. Aparece, cómo no en un libro de Tallón, el escritor argentino César Aira, que parece un fetiche para el escritor orensano, ya que casi siempre asoma por sus libros. Se suceden los golpes de efecto, desde que una periodista cultural de ABC informa a la responsable del museo de que tiene la exclusiva de tan peculiar desaparición hasta que Richar Serra hace una copia de la obra escamoteada, que se tenga por original y que es la que ahora se puede visitar en el museo madrileño.

Equal – Parallel: Guernica – Bengasi, la copia expuesta actualmente en el Museo Reina Sofía

Este “artista del peso, que aspira a convertir lo pesado en ligero” (como se autodefine Serra en algún momento) es mostrado en todo su esplendor, igual disfrutando de un viaje por tierras vascas para conocer a su admirado Oteiza que encajando con elegancia el extravío de su escultura, explicando cómo funde sus concepciones en una acería alemana o planificando cómo sería la instalación que hoy sorprende en la planta baja del Guggenheim bilbaíno. Alrededor hay un despliegue de voces, entre las que puede intuirse la sorna con la que Tallón narra su cabezonería para contar semejante desvarío, que también tiene una interesante derivada burocrática, con una juez de Arganda del Rey como personaje estelar.

Parece mentira que pueda ser tan divertido por momentos este episodio inverosímil, como es también muy curioso que la lectura alimente el deseo de que las pesquisas lleguen a buen término, para entonces plantearnos otra cuestión: si la obra perdida termina apareciendo, la copia concebida como nuevo original, ¿qué será?

Más negra que musical

Las pesquisas del detective Michael Talbot discurren paralelas a la meteórica carrera musical de Louis Armstrong en la serie de novelas que conforman el Cuarteto City Blues, de Ray Celestin. El triángulo protagonista lo completa Ida Davis, lectora de las novelas de Sherlock Holmes, que desde su Nueva Orleans natal recorrerá los cuatro puntos cardinales de Estados Unidos en esta serie de novelas negras que aquí nos han ido gustando mucho.

Si en la primera entrega el asesino era un salvaje armado con un hacha, en la primavera sureña de finales de la década de  1910, luego fue el Chicago violento de los años 20, con Al Capone como protagonista estelar, y ahora le ha llegado el turno al invierno de Nueva York, con una nevada histórica que cae mansamente colapsando la ciudad mientras se van atando los cabos que la acción frenética ha ido desperdigando. “El lamento del mafioso” es la tercera entrega de esta tetralogía, publicada siempre por Alianza Editorial, a la que solo le resta por traducir “Sunset Swing”, ambientada en esta ocasión en Los Ángeles y que ya ha aparecido en EEUU.

En “El lamento del mafioso” Louis Armstrong ve menguada su presencia y la música suena con sordina, como si quedara atenuada por ese frío reinante en la Gran Manzana que anticipa la nevada del siglo. Por eso es una novela mucho más negra que musical. Dos tramas avanzan en paralelo, en algo así como un escape game de esos tan de moda en las librerías. Gabriel Leveson es un gangster que quiere romper con su pasado y escapar a su destino, pero se encuentra con un encargo del capo Frank Costello, que anda escamado y se huele una traición que además le ha provocado un agujero en sus finanzas.

En esa carrera contra el reloj se cruzarán con los dos protagonistas de esta serie, Ida y Michael, apoyándose mutuamente para tratar de salvar al hijo de éste, envuelto en un asesinato múltiple ocurrido en un miserable hotel de Harlem. No hay música apenas porque solo podría ofrecer tonos lúgubres. Además, los tiempos del trompetista más famoso de la primera mitad del siglo XX parecen ser cosa del pasado. Y en su última gira con una big band ha habido poco negocio.

Louis Armstrong trabaja para la mafia desde sus años de Chicago, no porque lo desee especialmente sino porque los largos tentáculos del crimen organizado se han extendido hasta los clubes nocturnos y los managers son los primeros que rinden cuentas ante el capo de turno. Cuando la novela ya ha consumido la mitad de sus 600 páginas en un solo párrafo se recorre la distancia que va de los locales clandestinos controlados por la mafia en el Chicago de la Ley Seca a los garitos con actuaciones en directo esparcidos por Manhattan. Louis Armstrong está visitando una agencia de artistas, también controlada por el hampa, y ve en la pared fotos de Billie Holiday y Lionel Hampton. Todos músicos negros en un negocio controlado por blancos. Detrás de esta novela tan bien armada hay una documentación minuciosa, como ya se anticipaba en las dos primeras entregas, y el propio Ray Celestin incluye un breve epílogo en el que justifica las pocas licencias ficcionales que se ha tomado.

Corren los últimos años de la década de 1940, unas pocas semanas de noviembre de 1947, con el invierno acechando y los lagos helados, lo suficiente para resistir el peso de un hombre. El jazz está cambiando y un artista absoluto como Satchmo sufre al descubrir que los músicos emergentes ya no le consideran un referente y hasta lo esquivan. Son pocas las ocasiones en las que asoma la música en esta novela, pero cuando aparece lo hace con esplendor. Ida asiste a un concierto en el que aparecen cinco músicos jóvenes, que evitan mirar al público. Es el quinteto comandado por Charlie Parker, con una alineación de lujo: Miles Davis a la trompeta, Max Roach a la batería, Duke Jordan al piano y Tommy Potter a al bajo. En una actuación posterior sonará la trompeta de Dizzy Gillespie. Y poco más.

Si en la segunda entrega, “El blues del hombre muerto”, Ray Celestin había podido ofrecer un playlist sensacional, en esta tercera entrega prefiere mostrarnos un mapa de Manhattan, por donde transcurren las persecuciones, en coche y a pie, que provocan grandes cantidades de dinero “extraviadas”. Ray Celestin ofrece en una web muy interesante abundante información asociada a este glorioso cuarteto de novelas. No solo aparece lo que haya dicho la prensa con afán encomiástico ni los premios que acumulan las diferentes novelas sino también documentos históricos, fotografías, canciones, mapas, las cubiertas de los libros en las numerosas traducciones a otras lenguas y, en definitiva, una manera continuar la lectura por otros medios.

Así podemos salivar imaginando qué problemas tendrán que afrontar Ida y Michael (y seguro que asoma la cabeza el bueno de Louis) cuando se desplacen a la costa oeste, en pleno invierno, en la década de 1960, completando esa tetralogía minuciosamente organizada.