Desconocía que Guillermo Arriaga, el director mexicano de cine, era también escritor. Y resulta que lleva publicadas más novelas que pelis estrenadas. En su momento quedé impactado con “Amores perros”, que recuerdo como un film trepidante en el que se entrecruzaban varias historias en las que la violencia obligaba a veces a apartar la vista de la pantalla. Del mismo modo, me viene a la memoria la pericia para enlazar diversas tramas en “Babel” y también que la historia iba viajando por diversos escenarios, con personajes de procedencias muy distintas sometidos a situaciones límite.
He madrugado durante estas vacaciones para leer compulsivamente las casi 700 páginas de “Salvar el fuego”, novela publicada por Alfaguara, galardonada con el premio de la editorial en su edición más reciente. Y al pasar las páginas recordaba las películas de Arriaga, con la misma sensación de estar leyendo una novela que debía de haber sido concebida y escrita con muchos decibelios por encima de lo permitido.
Me la recomendó un amigo de cuyo criterio hace décadas me fío. He hablado alguna vez de él aquí, pero nunca me imaginaba que torciera por estos derroteros. La trama podría resumirse de manera sencilla: una historia de amor que puede con todo. La de Marina, una coreógrafa fresa (como en México llaman a los pijos), que se encoña sin remisión por José Cuauhtémoc, un preso condenado por haber prendido fuego a su padre, inválido en una silla de ruedas. Desmesura pura.
El lujo de esta novela es el envoltorio, los personajes que se van presentando en torno a esta pasión arrebatada, el fatum que rige sus destinos, el contexto del mundo del narcotráfico enfrentado a una sociedad bien pensante que, cuando no tiene más remedio, tira de chequera. Las diversas tramas que se van cruzando, como en las películas que han hecho famoso y premiado a Arriaga, tienen ese tono sincopado que dejan con el alma en vilo a quien necesita saber un poco más. La violencia se muestra con toda su crudeza. El deseo, el sexo, son descritos hasta en sus fluidos más corporales. Las imágenes son tan impactantes que a veces uno, como en las películas, se ve impelido a apartar los ojos de la página.
Marina, la coreógrafa desatada, tiene que elegir entre su vida convencional, al lado de un bróker de éxito con el que ha tenido tres hijos que son su vida. Y que podrían dejar de serlo si decide pasarse al lado oscuro y tener varios orgasmos cada vez que se encuentra con José Cuauhtémoc en las zarrapastrosas salas de vis a vis de una cárcel mexicana. A su alrededor se va levantando una tupida red de venganzas, enconos y ajustes de cuentas en la que muere casi hasta el apuntador.
La verosimilitud de lo narrado (con esos políticos corruptos que tantas veces hemos leído en la prensa y con esos dossiers de poderosos a los que chantajean para que cierren en falso las investigaciones) se ve reforzada por un léxico repleto de jerga, anglicismos, spanglish y modismos que muchas veces necesitan ser leídos varias veces para ser entendidos, sin éxito algunas veces.
Es una novela que viaja al pasado, para mostrar la figura de ese padre que acabó achicharrado por un hijo que luego mostró un talento especial para narrar. Es una historia que atraviesa los muros de la cárcel para explicar los números de ballet de unas bailarinas que aspiran a romper esquemas. Es una sucesión de secuencias en las que chirría (y sólo en parte) lo que se cuenta en cursiva. Al final sabremos por qué se usa, y quizé es el artificio menos logrado.
Pero no empaña en absoluto el conjunto, en el que cada capítulo aparece encabezado con un relato más o menos breve escrito por presos participantes en un curso de escritura creativa con el que unos pijoteras amigos de la protagonista creen que pueden redimir a los presos, haciéndoles más llevadera su estancia en prisión.
Abran el libro y retumbará en sus cabezas.