Será por borbones

El Teatre Eòlia de Barcelona programó a finales del año pasado (durante pocos días) “Democrazy”, de la Companya La Saura. En la sesión que estuvimos la pequeña sala estaba llena y apenas había alguna espectadora por debajo de la treintena. Se aplaudió con ganas al final de una función frenética en la que tan pronto reías a carcajadas como se congelaba la sonrisa. Las jóvenes actrices que la protagonizaban, en una sucesión permanente de caracterizaciones hechas con pocos medios y mucha mala leche, lo bordaron. Al final, ellas mismas despedían al público, esperaban sus reacciones y recibían los parabienes. Era el penúltimo día de representación y sólo les quedaba por delante un bolo en Balaguer.

En los corrillos que había en la puerta varias personas comentaban que una obra así había que llevarla a los institutos, para lograr que el público joven que tan poco frecuenta los teatros se encontrara de morros con un episodio reciente de la historia de España que se toca tan de refilón en las aulas. El subtítulo de la obra lo deja más claro: “La Transición, Borbón y cuenta nueva”.

Mario Rebugent y Mònica Balsells firman el texto que se representa. El primero dirige la obra y ella es además una de las actrices que abordan sin complejos los años que sucedieron a la muerte del dictador. Con un montaje en el que no faltan grabaciones de la época (como el asalto en Vitoria a una iglesia en el que murieron asesinados varios manifestantes), episodios  chuscos como el desnudo de Marisol o apariciones estelares (nunca mejor dicho) del fantasma de Carrero Blanco, que para más inri aparece caracterizado sosteniendo un espejo retrovisor debajo del brazo. Un desparrame muy bien documentado que podría convalidarse por una semana de la asignatura de Historia de España en Bachillerato.

Me he acordado mucho estos días de esta representación tan gamberra y atropellada, y al mismo tiempo tan documentada, al zamparme de un tirón las tres obras de Ignacio Amestoy que acaba de publicar Cátedra con el sugestivo título de “Todo por la Corona”. No tienen desperdicio. Los borbones quedan retratados, desde “el rey perjuro” (Alfonso XIII) hasta el emérito de ahora, pasando por el que no llegó a reinar más que en pudridero de El Escorial con el nombre de Juan III.

Cada uno se lleva lo suyo, en unos textos ácidos, divertidos, repletos de información que obligan al responsable de la edición, Fernando Doménech Rico, a llenar los pies de página con esas notas tan características de la colección “Letras Hispánicas”: hay más de 800 en menos de 400 páginas.

Varias veces aparece en la introducción del propio Doménech la condición de tragicomedia para describir estas obras de Amestoy, uno de los mejores representantes del llamado “teatro histórico”. Y sorprende gratamente que una editorial del prestigio de Cátedra se atreva a publicar tres hachazos al trono de estas características. Tampoco hace tanto que se abrió la veda contra el “campechano” y ahora disparan muchos de los que le rieron las gracias  y taparon sus escándalos, pero es que la historia viene de lejos, de muchas décadas atrás.

“¡Adiós, Borbón! Las reinas de Alfonso XIII” (la primera obra de este volumen pero en realidad la segunda de una tetralogía que el propio Amestoy arrancó con la noche en que Alfonso XIII fue engendrado) escarba en las amantes del bisabuelo del actual monarca. Con documentación abundante nos hace ver que la afición a las faldas y al dinero está fuertemente arraigada en la Corte.

“El Borbón rojo. La larga jornada del Conde de Barcelona” se ocupa del hijo de un rey y padre de otro al que Franco no dejó reinar. En una dura jornada de ejercicio físico, que arranca con maitines y termina con las completas, a don Juan le acompaña Francesillo de Zúñiga, personaje extemporáneo que fue bufón de Carlos V y aparece en estas tres obras como protagonista.

Y completa esta entrega “Un Borbón en el desierto. Juan Carlos I el camaleón” que a ritmo de Culture Club se nos muestra en todo su esplendor, coleccionista de amantes y vividor al que un día se le cruzó un elefante en Botsuana y ya no pudo seguir jugando al escondite con el beneplácito de la prensa cortesana, que era casi toda.

A veces uno puede sentirse abrumado por la cantidad de información y referencias de todo tipo que aparecen, en boca de los personajes más variopintos (casi todos reales) pero el trabajo de contextualización del editor y la mala baba del autor proporcionan unas cuantas horas de disfrute. Una manera diferente de aproximarse a la historia e este país, que tantas veces nos han hurtado, en una especie de sobreprotección que en realidad era un paraguas para que unos pocos pudieran seguir gozando y delinquiendo.

Terminadas estas tres, lo bueno es que aún nos queda por leer “Violetas para un Borbón. La reina austriaca de Alfonso XII”, que también publicó Cátedra en 2015, inicio de este fresco histórico tan elocuente. Y al ritmo que va la institución y si a Amestoy le quedan ganas, la tetralogía podrá convertirse fácilmente en pentalogía.

¡Ojalá!

Mensaje en una botella

En los días infaustos que siguieron al golpe del 18 de julio de 1936 se desató una represión salvaje en una ciudad del Pirineo que se había caracterizado por abanderar la causa republicana. Antes de que acabara ese verano habían sido fusiladas más de 100 personas y al final de año la cifra se había doblado con creces. Muchas de ellas fueron inhumadas por mi bisabuelo y mi abuelo, los enterradores. El segundo, para más inri, tuvo que pelear luego en el bando sublevado, porque la ciudad había caído en sus manos a las pocas horas del golpe y no era el momento de elegir. Como él, muchos otros vecinos que fueran más o menos de izquierdas pronto descubrieron cómo se las gastaban las nuevas autoridades.

Mi abuelo nunca me explicó nada de lo que vio. Pero con el correr de los años fueron varias personas las que al conocer mi parentesco me iban contando por lo que había pasado en aquellas madrugadas en las que aparecía un camión de pescado cargado de cadáveres aún calientes. Y también me contaron cómo el hombre contactaba con los familiares de los asesinados, porque muchos de ellos habían sido amigos, compañeros de juergas y fatigas y hasta familiares lejanos. Y así les explicaba dónde los había enterrado, les ofrecía algún detalle o sencillamente les consolaba. Su laconismo al anotar en el libro del cementerio las referencias mínimas de los cuerpos enterrados siempre lo he asociado a la mano temblorosa con la que debía coger el lápiz e ir engrosando el listado. Con ese temblor lo recuerdo, removiendo el azúcar que se ponía en un vaso con manzanilla después de las comidas.

He leído sobrecogido, y también con manos temblorosas, la última obra de Paco Roca (con guion de Rodrigo Terrasa) y quienes se hayan asomado ya a sus páginas lo entenderán perfectamente. La sensibilidad a la que nos tiene acostumbrados el dibujante valenciano hace posible que “El abismo del olvido” (Astiberri) pueda parecer una obra luminosa, incluso desde la propia portada. Y eso que es bien oscura la historia que nos cuenta.

La librería No llegiu de Barcelona pone su atril a disposición de Paco Roca.

El zoom con el que arranca el relato produce inquietud. Lo que se cuenta en las páginas siguientes, no por conocido, deja de ser menos lacerante: fusilamientos a mansalva de detenidos republicanos. El breve capítulo se cierra con una ensoñación absolutamente emocionante. Qué doble página.

Parece complicado, con semejante arranque, mantener el pulso durante casi 300 páginas pero lo que viene a continuación es soberbio. Algo que, de manera incomprensible, todavía estamos haciendo en este país (buscar a los muertos y averiguar sus parentescos, para que sus deudos puedan llorarlos tranquilamente) ayuda a fijar los dos tiempos narrativos. La historia transcurre en un pueblo de Valencia, donde ocurrió algo muy similar a lo que vivieron mis antepasados en el Pirineo. Un grupo de investigadores busca pistas, abre fosas, lucha por no enterrar del todo el pasado. Testigos de algo que ocurrió hace setenta años.

Cuando Pepica, hija de uno de los fusilados, entra en escena el relato comienza a viajar al pasado, con una breve y estremecedora estancia en Troya, donde hace siglos ya sabían de la necesidad del ser humano de cerrar los duelos y enterrar a sus muertos. Hay gobiernos de la derecha, mezquinos a más no poder, que precisamente en Valencia, Aragón y Castilla pretenden que eso no se pueda llevar a cabo.

La segunda mitad de “El abismo del olvido” la hemos leído en casa con un nudo en la garganta. Ese enterrador que pone en riesgo su propia vida para proporcionar un mínimo de consuelo a las viudas del pueblo, que cada día son más, es un personaje digno de homenaje, de este tributo que le rinde Paco Roca y su compañero en este viaje, el periodista Rodrigo Terrasa. La manera en que es retratado, la maestría con la que juega con la luz, los filtros de color con el que todo queda amortiguado, el negro profundo de las fosas y el carmesí estridente de la sangre de los fusilados… todo forma parte de unas viñetas para ver una y mil veces, de manera que los lectores neguemos la mayor e impidamos que el olvido se convierta en ese abismo al que muchos, cada vez más cafres, quieren hacernos caer.

Alguien dejó hace años un mensaje que necesitamos que llegue a su destino.

El noi

Los fines de semana, el primero que se levanta en casa tiene el privilegio de poner la radio y elegir la emisora. Como hace tiempo que madrugo sin querer hacerlo, las primeras horas del sábado y del domingo suelo encadenar en la cocina los programas de Radio 3, y algunos de ellos van sobreviviendo a los vaivenes horarios de la cadena. Las “Melodías pizarras” y “El gran quilombo” son un lujo sabatino. “Café del sur” y “Mediterráneo” hacen que los domingos sean todavía más festivos.

Este último sábado el programa de Consol Sáenz arrancó con “Paraules d’amor”, anunciando fiesta serratiana. El cantante del Poble Sec había sido galardonado con el premio Princesa de Asturias y, qué mejor homenaje que dedicarle una hora con duetos impagables de Joan Manuel Serrat con músicos de toda América: Pablo Milanés, Maria Bethânia, Silvio Rodríguez, Rubén Blandes, Mercedes Sosa, Calle 13…

Las editoriales se han sumado a la fiesta y ahora mismo hay varias biografías en las librerías. Estoy acabando la que ha publicado Alianza con el título de “Se hace camino al cantar”, firmada por Luis García Gil. Como dice en la dedicatoria del final, a los seguidores del cantautor catalán y los futuros oyentes de su obra, “el legado de Serrat debe ser transmitido de generación en generación, ya que es patrimonio de todos”.

En este sentido, el libro es imprescindible para quien quiera descubrir al cantante, si es que hay alguien que no ha tarareado alguna vez una estrofa de sus canciones. Disco tras disco, el autor va desmenuzando anécdotas y haciendo recuento de los músicos que lo han acompañado a lo largo de seis décadas. Los que conozcan en profundidad su vida y obra tienen el aliciente, además, de que toda la biografía está salpicada de remisiones que llevan a un apartado final, donde gracias a una serie de códigos QR se puede disfrutar de conciertos memorables, rescatados de los archivos de RTVE, TV3 o emisoras latinoamericanas. Está el mítico concierto del Estadio Nacional de Chile de 1990, uno en el teatro Tívoli de 1969, otro en un festival de Zacatecas o su última actuación, en 2022, retransmitida desde el Palau Sant Jordi por la televisión pública catalana.

El libro, tan minucioso, de un autor que conoce a la perfección a Serrat porque ya había publicado diversos trabajos dedicados a sus canciones, adolece en ocasiones de repeticiones que pueden hacer cansina la lectura. Hay anécdotas que aparecen en varias ocasiones y hay un tema que, de tanto mencionarlo, puede hacer antipático hasta al biografiado. Se explica del derecho y del revés el follón de Eurovisión, cuando Serrat declinó participar si no podía cantar en catalán. Luis García Gil relata una especie de contubernio en el que participaron hasta destacadas familias de la burguesía local, en lo que parece una justificación a posteriori de lo que es otra de las fijaciones del autor de la biografía: el conflicto lingüístico.

Vista la naturalidad con la que Serrat ha ido alternando discos en catalán y castellano y el reconocimiento que ha recibido por todo el mundo, cantara en la lengua que cantase, se hace estomagante esa permanente alusión a la utilización del cantante y su obra por parte de “los hunos y los hotros”.

Por lo demás, el libro es un disfrute.

Historias emergidas

Mequinenza es indisociable del nombre de Jesús Moncada. Los relatos y novelas que ambientó en el pueblo antes de que fuera anegado por el pantano homónimo son ya clásicos de las letras catalanas, pero la localidad encierra tantas historias que siguen apareciendo obras que no permiten que las engulla el agua que acabó con tanta vida.

Hace ya muchos años, en 2007, el periodista aragonés José Ramón Marcuello publicó un libro magnífico, editado con el lujo que suelen tener esas obras que financian las administraciones públicas y que en este caso, además, albergaba un contenido a la altura de la espectacular edición. “Siempre Mequinenza” fue costeado por al ayuntamiento de la localidad y aporta documentación de gran calidad y fotografías impagables del pueblo vivo antes de ser anegado, de los mineros, de los “llaüts” que bajaban cargados de lignito y subían por el camino de sirga que dio título a la novela más celebrada del mencionado Moncada.

Quizá alguno de los picadores que aparecen en esas imágenes sea uno de los Primitivo que aparecen en un libro recientemente publicado, que no debe perderse nadie mínimamente interesado por lo que ocurrió en este pueblo, que ha quedado como símbolo de muchas cosas: de la sinrazón de las políticas hidráulicas que en nombre del bien común arrasan con todo, de la insensibilidad de los desalojos de los vecinos afectados (en Aragón hay unas cuantas historias estremecedoras), de la singularidades que tienen los enclaves fronterizos y, en el caso de Mequinenza también, de los desastres de la guerra civil, ya que fue escenario de episodios de la batalla del Ebro y encima sus pobladores llevaban la fama de cojear del pie izquierdo. La represión franquista se ensañó con ellos.

Algo de todo esto aparece en “Un país estranger”, de Miquel Berga, publicado simultáneamente en castellano y catalán por Tusquets. Ignasi Aragay lo glosó certeramente en su columna semanal del suplemento literario del diario Ara, pero el libro, en principio una investigación minuciosa que termina leyéndose como una novela, tiene el valor de encerrar pequeñas historias que acaban conduciendo al lector por la historia del último siglo de este país, con paradas en medio Europa, desde Bélgica a la URSS con pequeñas escalas en Inglaterra y Estados Unidos.

Primitivo es el nombre de tres miembros de una saga familiar con la que recorreremos desde las oscuras galerías de las minas de carbón de Mequinenza a las calles empedradas por las que empezaba a subir el nivel del agua cuando se decidió inundar el pueblo, pero que también pasa por el hotel que un matrimonio inglés levantó en Tossa de Mar (y acabó siendo refugio de los niños que escapaban de la guerra) o por los pasillos de las oficinas de la Unión Europea, que es donde trabaja de funcionario el Primi que empieza a devanar esta madeja, que se desenrolla con precisión y un ritmo trepidante.

Miquel Berga dice en un momento de la historia que “el ejercicio de entender el pasado pasa por un oxímoron metodológico: interrogar a los muertos”. Él lo hace con habilidad, rastreando en múltiples fuentes que consigna al final (y donde no podía faltar el mencionado libro de José Ramón Marcuello). Tiene el mérito, en una narración con tantos flecos, de conducir con diligencia al lector a través de los acontecimientos que jalonaron las vidas de tres generaciones de Primitivos y acaba resultando una especie de complemento enciclopédico a esas ficciones que erigió Jesús Moncada, sobre las aguas, rescatando vivencias que no merecían ser inundadas.  

Mejor “aquello”

Vi episodios, si no escenas sueltas, de la serie “Yo Claudio” cuando era un crío y la tele de casa todavía no era en color. Sí que recuerdo que en el cole todo el mundo hablaba de ella, entre otras cosas porque había desnudos y escasamente habíamos visto hoja verde. La volví a ver mucho más tarde y me quedó el recuerdo de una serie “de las de antes”, como explica perfectamente este texto de El Diario Vasco de hace más de una década.

Fui mi primera aproximación a Robert Graves, autor de la novela en la que se basó la serie. Era frecuente encontrarse durante años esta obra en todo tipo de ediciones, incluso en aquellas patrocinadas por las cajas de ahorros. Cuando luego quise saber más de mitología cayeron en mis manos los dos volúmenes de Alianza que había escrito el propio Graves y hoy son dos de los libros más subrayados que hay en mi biblioteca, que han pasado ya a manos de mis hijos, que también han pasado por épocas de fervor mitológico.

Ese conocimiento enciclopédico de los mitos griegos le dio licencia a Graves para recrear algunas de sus historias y fabular (reescribir, mejor dicho) algunos de sus episodios. Alianza está publicando con nuevas cubiertas (fabulosas) de Manuel Estrada estas novelas, en buena medida precursoras de esas reinterpretaciones de la mitología clásica que hemos glosado aquí a veces, ya sean de Madeline Miller o Theodor Kallifatides. “La hija de Homero” es una novela de 1955, publicada casi a la par que “Los mitos griegos” y alimenta la teoría de que los poemas homéricos bien podrían haber sido escritos por una mujer. Graves se vale de Nausicaa, nombre de una princesa de Sicilia, como protagonista de una historia que más tarde ella misma se encargará de convertir en una serie de poemas homéricos. Femio, personaje secundario en la trama pero verdadero “hijo de Homero” (en tanto que bardo con el privilegio de cantar en las cortes de Grecia) quedará con el encargo de recitar los “doce mil versos escritos en papiro egipcio”.

Elaborada según el artificio de una novela dentro de una novela, Graves apabulla en “La hija de Homero” con parentescos y contextualizaciones que pueden parecer párrafos de una enciclopedia. Esa obra monumental la tenía en su cabeza y la publicó con un éxito que no tiene visos de agotarse. En la novela hay todos los componentes con los que hoy se intenta fabricar un best seller: acción abundante, violencia a raudales, sexo, traiciones, personajes maniqueos y una narración eficaz, que en este caso es en primera persona, para que Nausicaa pueda dejar bien claros sus padecimientos y los lectores empaticemos con ella desde el primer párrafo, cuando ella misma se pregunta “qué duración tiene un día cuando una está muerta”. La respuesta está en las trescientas páginas siguientes, o lo que es lo mismo, los doce mil versos que le proporcionarán “una vida póstuma bajo el manto de Homero”.

Cuando Robert Graves escribió esta novela, así como gran parte de su obra poética y casi todas sus investigaciones, llevaba años establecido en Deià (Mallorca), adonde llegó después de una vida intensa que arrancó en 1895 en Wimbledon, en el seno de una familia más que acomodada, con raíces germanas y sangre irlandesa. Sus primeros treinta años de vida los explica, minuciosamente, en “Adiós a todo aquello”, que también acaba de publicar Alianza en una nueva traducción de Alejandro Pradera a partir de lo que Graves consideró la edición definitiva, en 1957, veintiocho años después de haber dejado su tierra natal tras dar al editor la primera versión: “fue mi amarga despedida de Inglaterra, donde recientemente había quebrantado un buen número de convenciones; me había peleado con la mayoría de mis amigos, o ellos habían rengado de mí; la policía me había interrogado por considerarme sospechoso de un intento de asesinato, y había dejado de importarme lo que pensaran de mí”.

Esto aparece en el prólogo de esa versión final y a continuación su sucede una narración prolija de su infancia apacible, de la juventud truncada por la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, de lo ocurrido en las trincheras en Francia, en las que Graves vivió el horror y hasta fue dado por muerto. Él sobrevivió pero no tuvieron tanta suerte miles de compatriotas, que en algunos casos murieron en su regazo. La enumeración exhaustiva de batallones, oficiales, compañeros, ciudades otorga al relato una autenticidad que corroboran las descripciones espeluznantes de algunas de las batallas en las que tomó parte. Herido de diversa consideración en varias ocasiones terminó volviendo a las islas y, allí, con su primera esposa tuvo seis hijos.

Cuenta escenas de la vida familiar, sus penurias económicas para mantener a la prole, sigue repasando los nombres de antiguos compañeros de armas o de estudios pero omite detalles relevantes que podemos intuir en la breve cronología que aparece al final de la obra. Así entendemos por qué fue acusado de intento de asesinato y nos quedamos con las ganas de saber más, mucho más.

Las escasas cuatro páginas del epílogo comienzan así: “aunque a menudo me piden que publique una continuación de esta autobiografía, que escribí en 1929, cuando tenía treinta y tres años, siempre me complace informar de que desde entonces han ocurrido pocas cosas de interés”. Teniendo en cuenta que tuvo que abandonar Mallorca cuando estalló la guerra civil española, que vagó por Europa y Estados Unidos, que tuvo cuatro hijos más, que fue profesor en la Universidad de El Cairo y que cosechó grandes éxitos con sus obras, en registros tan variados como la poesía, la novela o la investigación, se antoja muy modesta su apreciación de vida escasamente interesante.

Esta autobiografía ya se había publicado anteriormente como “Adiós a todo esto”. La puntualización de cambiar en la actual edición “esto” por “aquello” enfatiza ya desde el título esa ruptura con el pasado y, a tenor de su lectura, parece delimitar mejor una época que se cerró definitivamente, lejana, antes de su reinvención.

Canciones para una isla desierta

Cuando pude ahorrar los duros de veinte en veinte debió de ser cuando empecé a comprar cintas de casete (a veces hasta de cromo, que se oían mejor) para grabar mis peculiares selecciones de canciones. Con el tiempo, con el amigo del alma con el que seguimos recomendándonos música, nos intercambiábamos estas recopilaciones y a alguno de los dos se nos ocurrió llamarlas “Canciones para una isla desierta” e incluso íbamos numerando las diferentes entregas. Hace poco me encontré algunas de ellas en el mueble donde se mueren de pena esperando volver a la pletina y lo cierto es que seguiría salvando muchas de esas canciones.

Hacíamos esto a mediados de los ochenta y no creo que supiéramos (quizá mi colega sí, porque siempre ha controlado mucho de todo tipo de música) que la BBC nos había “copiado” la idea 40 años antes, en un programa que aún sigue en antena desde la década de 1940 con el título de Desert Island Discs. Lo acabo descubrir, a estas alturas, gracias a uno de los libros con los que mejor me lo he pasado en los últimos meses, y eso que hay páginas enteras en las que no he entendido nada.

“Están tocando nuestra canción” fue editado en 2022 por Libros del Kultrum y lo ha escrito Máximo Pradera. Durante unos cuantos años fue el entrevistador frívolo de “Lo + plus”, programa mítico que daba en abierto el canal de pago cuando solo había uno que cobrase por sus contenidos. Al lado del escritor, diplomático y no sé cuántas cosas que era Fernando Schwartz, Pradera parecía una concesión gamberra. Hoy creo que pensaría exactamente lo contrario, y más después de leer su libro, que está editado con un cuidado que lo hace todavía más atractivo.

El planteamiento es sencillo, basado en buena medida en el programa de la BBC mencionado: cuáles son las canciones favoritas de un puñado de celebridades, que van desde Sadam Husein hasta Sophia Loren (alfa y omega del listado) pero que incluye también a Franco, Hitler, Napoleón, Lenin y, centrándonos en nombres mucho más amables, Marlene Dietrich, Joan Baez, Bruce Springsteen, Louis Armstrong, Paul McCartney, Victoria de los Ángeles, Almudena Grandes y hasta un personaje de ficción, Harry Potter (aunque sea a través de su actor en la saga de películas).

El libro es apasionante porque Máximo Pradera tiene un montón de historias que contar. Hay una amiga que me ha recomendado la sección que el propio Pradera tiene en el programa de radio de Julia Otero, donde practica el mismo juego que en este libro: a partir de una canción comienza a enlazar curiosidades que hacen prácticamente imposible volver a escuchar la canción de la misma manera. Lo que seguro que no puede hacer en la radio es dar rienda suelta a su erudición musical y ahí es donde los lectores con escasos (o nulos) conocimientos nos vemos apabullados. No entendemos nada pero nos dejamos llevar por el discurso, como si estuviésemos escuchando un audiolibro en islandés.      

A Sadam Husein le encantaba bailar “Strangers in the night” al atardecer (según una de sus amantes más longevas). Stalin quedó fascinado por una interpretación del concierto nº 23 de Mariya Yudina que escuchó por la radio y pidió inmediatamente la grabación, pero había un pequeño problema: el concierto se había emitido en riguroso directo y no había registro alguno. Para el que quiera saber qué pudo ocurrir entonces, es muy recomendable una película con elenco espectacular: “La muerte de Stalin”.

Bruce Springsteen es uno de los que sale mejor parados en el libro en cuanto a espacio: cincuenta páginas para desgranar historias en torno a sus ocho canciones preferidas, encabezadas por “Like a Rolling Stone”. Las demás son deducibles sabiendo quiénes las cantan: Elvis, The Beatles, The Rolling Stones, Van Morrison, Marvin Gaye, The Four Tops y James Brown. En este capítulo, como en muchos otros, se incluyen QRs que permiten conectar con versiones curiosas de estas canciones a través de grabaciones de YouTube y el libro así entra en otra dimensión.

Horas y horas de placer musical pasando las páginas y haciendo fotos con el móvil. Al final, como es preceptivo, otro QR conduce a una lista de Spotify llamada “La madre de todas las playlists”, que se antoja muy breve: sólo 25 temas y menos de dos horas de duración.

Si ya no podremos escuchar de la misma manera algunas canciones después de haber leído en este libro las historias que las envuelven, algo parecido podremos decir de los personajes que las escogen. Es enternecedor ver que Louis Armstrong escoge cinco suyas entre las ocho que llevaría a la isla, encabezadas por “Blueberry Hill”. La desopilante historia que cuenta Max Padrera a cuenta de la canción, en la que sale a relucir el siniestro Vladimir Putin, también tiene su complemento en YouTube (imperdible). Y así podríamos estar durante horas.

Lean este libro, aunque no entiendan la mitad. La otra mitad bien lo vale.  

El sueño del vagabundo

Un libro impreso en Argentina ha terminado en Barcelona después de dar más vueltas que un pirulo. Me lo recomendó mi hija, a la que se lo regalaron el pasado verano en un bar de montaña a más de 1200 metros de altitud, en el Pirineo aragonés. Para entonces ya había hecho honor a su título y traía el rodaje hecho. «Viajero solitario», de Jack Kerouac, fue publicado originalmente en 1960 y el ejemplar que tengo en mis manos apareció en Buenos Aires en 2013, en una editorial que tiene un catálogo como para quedarse a vivir en él. Caja Negra se llama este sello que destaca, además de por la heterogeneidad de su oferta, por unas impactantes cubiertas de tipografías brillantes y llamativas.

“Viajero solitario” es una recopilación de artículos que muestran esa fascinación del autor por el viaje, ese deseo de vagabundeo que él ilustra de manera elocuente acogiéndose a unos versos que toma prestados de otro autor: “llevo un sombrero en la cabeza, un fardo en las espaldas y de báculo me sirven la brisa fresca y la luna llena”.

Con esa austeridad y la necesidad de escribir como de respirar, en menos de 200 páginas Kerouac recorre el sur de Estados Unidos, México, Nueva York, Marruecos, París, Londres, surca los océanos Pacífico y Atlántico y embelesa a los lectores con esa prosa tan prolija, repleta de vida y de experiencias.

Kerouac no viaja a la manera convencional. En sus recorridos interminables en tren trabaja de ferroviario, es pinche de cocina en un barco que sale de San Francisco y acaba en el Mississippi de Tom Sawyer. “Me pagan alrededor de trescientos dólares, los junto con los trescientos que me habían quedado del ferrocarril, me cuelgo el bolso y me voy otra vez”. Recala en Nueva York y desgrana recuerdos, de cuando visitaba a su madre en su apartamento de Long Island o de sus largas caminatas en compañía de sus colegas, los beatniks, buscando unas veces conciertos de jazz y en otras ocasiones algo tan prosaico como un sándwich para matar la gana después de tantas horas y días errando sin rumbo.

Pocos escritores adjetivan con la precisión y la belleza con que lo hace Kerouac. Lo mismo vuelve de una jam sesión y se detiene “una mañana aletargada de domingo frente a las casas adineradas de viejas damas asistidas por hijas o secretarias, fachadas con ornamentos pavorosos de otras épocas” que nos traslada al refugio de montaña donde se aisló durante meses: “violentas ráfagas nocturnas de lluvia impiadosa, repentinas apariciones del sol, diáfana luz en las laderas de las colinas y la crepitación sorda del fuego que me calienta mientras canto exultante a voz en cuello”. Cuando en una calle parisina se pone a enumerar a los transeúntes es capaz de ponerlos a desfilar ante nuestros ojos, como si estuviéramos allí mismo, sentados en el misma mesa de café que él: “viejas damas francesas, mujeres malayas, chicos rubios, morochas muy altas que estudiaban derecho, secretarias voluptuosas, oficinas de boina y anteojos, repartidores de leche, otros estudiantes de aspecto grave con morral al hombro como en Boston, policías desmañados que revuelven sus bolsillos, ciclistas con antiparras, mulatos de pelo afro con cigarrillos larguísimos colgando de los labios” y así hasta redondear un larguísimo párrafo que remata “una moza que escurre un lampazo en el cordón de la vereda”.

Esta austera y preciosa edición argentina termina con el lamento de Kerouac acerca de “la extinción del vagabundo americano”, donde enumera las dificultades que a mediados de los años cincuenta encontraban aquellos que viajaban por el mero disfrute de hacerlo, sin necesidad de llegar perentoriamente a ningún sitio.

Voy a circular el libro entre la familia, lleno de notas y esquinas dobladas que remiten a muchos de esos fogonazos que encontré durante su gozosa lectura, y lo emparento con esos otros de grandes viajeros que me ilustraron mucho más que cualquier guía de viaje. Y al mismo tiempo lo cierro con el pesar que embarga al propio Kerouac, que parece dejar testimonio del final de una época. Su última frase es demoledora: “Los bosques están llenos de guardabosques”.

Infancia recuperada

No es habitual experimentar una sensación de dejà vu cuando pasas las páginas de un libro pero debe de ser curioso ver la expresión que se nos queda en la cara cuando eso sucede. Acaba de ocurrirme con un cómic maravilloso firmado por Juan Berrio y publicado por Nuevo nueve. Se titula “El niño que” y ya he perdido la cuenta de las veces que pasado atrás y adelante la secuencia en la que un crío se queda absorto delante de los volúmenes de la Espasa, perfectamente ordenados en la estantería de la casa de su tío.

A mí de pequeño me pasó algo parecido durante muchas de esas tardes en las que creíamos que nos estábamos aburriendo y, sin embargo, íbamos abriendo puertas a mundos que no imaginábamos que estaban allí. En casa no teníamos la Espasa pero sí la Durvan y los volúmenes rojinegros de las “Maravillas del saber”. La de cosas y nombres que aprendí (que luego no me han servido ni para resolver crucigramas) y la cantidad de horas que dediqué a relacionar unas palabras con otras, por el mero placer de seguir las sugerencias que había en las definiciones, con flechas y palabras y negrita y versalita que remitían a otras para ampliar información. Con los años yo mismo me encargué de redactar entradas para enciclopedias y de editar los textos para hacer cuadrar las páginas y hasta los volúmenes. Tengo por casa un diccionario de lengua española en cuatro tomos que va encajonando los miles de entradas de modo que el primero acaba en “contestatario”, el segundo va de “conteste” a “humectación”, el siguiente va de “humectante” a “podenco” y la obra se remata con las palabras comprendidas entre “poder” y “zutano”.

Luis, el niño protagonista del cómic de Berrio, crea personajes a través de las palabras que fijan el inicio y final de cada volumen de la Espasa. Consigue así evadirse de los cuentos maravillosos que le endosa su tío para que les deje en paz y los adultos puedan dormir la siesta. Berrio resuelve este capítulo con la elegancia en el trazo que le caracteriza e impregna la narración de esa aparente ingenuidad con la que de niños miramos el mundo.

Descubrí a Juan Berrio hace años gracias a una amiga que me iba pasando algunas de esas frases encontradas que atesoraba en su blog, especialmente cuando tenían que ver con Jaca. En esa ciudad tuve la oportunidad de charlar con él, en una ruidosa vermutería, y entonces no me atreví a decirle que hace tiempo que lo admiro y que me encanta “encontrarme” con él en las estanterías de alguna biblioteca o librería y disfrutar sin demora de sus historietas.

Los breves episodios de “El niño que” son una maravilla que retrata esas infancias de los setenta en las nos teníamos que entretener con lo que podíamos, sin el recurso de los móviles ni los videojuegos. Parece que el tiempo fluya lentamente y él consigue atraparlo en unas páginas de apariencia naif pero primorosamente planificadas y delicadamente dibujadas.

El episodio de los adultos colmando de atenciones a unos niños porque saben que jugaban con otro niño que ha muerto es delicioso, sobre todo por la inocencia con la que está plasmado todo: la atención desmesurada de los mayores y la extrañeza con la que los pequeños reciben tanta prodigalidad.

Entonces rebusco por mis estanterías y localizo otro libro de Berrio, titulado “Calles contadas”, primorosamente editado y con dedicatoria suya, de hace doce años. ¿Cómo se me había podido olvidar? Vuelvo a disfrutar de ese humor blanco, de ese trazo sutil y me admira alguien así, que siempre tiene el oído puesto para captar las frases que se encuentra y la sensibilidad para recrear atmósferas en las que tantos nos podemos sentir reflejados.

¡Qué disfrute!

Así se hizo

Dicen que en el Reino Unido una serie titulada “The couple next door” ha encendido un debate sobre los pros y las contras de las relaciones abiertas. Lo explica muy bien Quim Aranda, con ese tono de coña que sabe darles a sus crónicas británicas desde su corresponsalía del Ara. Estamos en 2024 y tal polémica me resulta curiosa a estas alturas, más después de terminar un libro que hacía tiempo que buscaba, “La mujer de tu prójimo” del inmenso Gay Talese. Se publicó en 1981 con el título de “The Neighbor’s Wife”, literalmente “La mujer del vecino”, donde parece haberse inspirado Aranda para titular su reportaje: “Sexo con tu pareja, sí, pero también y sobre todo con la del vecino”.

Este reportaje mítico de Talese es como todas sus obras una lectura embriagadora, que se extiende durante medio millar de páginas y que, según explica en algún momento, le llevó nueve años de trabajo. Se propuso estudiar las costumbres sexuales de sus compatriotas en las décadas de 1960 y 1970 y se metió a fondo (tendremos ocasión de comprobarlo) en el tema. El libro lo convirtió en millonario. En la edición que he podido leer (publicada por Debate en 2011, con traducción de Marcelo Covián) el protagonismo de la fotografía de cubierta es para el propio escritor, en ediciones de bolsillo posteriores hay más concesiones a la galería y llaman la atención las imágenes de mujeres más o menos despampanantes.

Si uno llega a este libro para alimentar su voyeurismo, algo de morbo encontrará. Pero Talese crea una obra que va repasando, con una documentación ingente, no solo los usos sexuales de los estadounidenses sino que aborda la censura por parte del gobierno a las revistas “para hombres”, en los años de puritanismo que siguieron al shock posbélico de la Segunda Guerra Mundial. Resulta curioso en este sentido el papel que jugaron algunos gerifaltes de Correos para perseguir a los editores de este tipo de publicaciones. Esa censura hunde sus raíces en la prohibición que sufrieron obras míticas como el “Ulises” de Joyce o los “trópicos” de Henry Miller (entre otros muchos) y mientras el relato se ramifica por las diferentes causas judiciales abiertas contra los promotores de revistas de desnudos, se entrelazan los capítulos que explican la “aventura” del matrimonio Williamson o los que se centran en la biografía de Hugh Hefner, creador del imperio Playboy a partir de la revista homónima.      

John y Barbara Williamson “abrieron” su relación de pareja y disfrutaron de numerosos amantes. Ellos, con otras parejas, pusieron en marcha Sandstone en California, una comunidad donde plasmar su filosofía de sexualidad libre y en la que recaló Gay Talese durante el proceso de documentación. Después de las prolijas descripciones que hace el autor a lo largo de toda la obra, se reserva el último capítulo para hablar de sí mismo en tercera persona “como forma de sugerir que, por mucho que me implicase íntimamente con algunas personas sobre las que escribí, nunca dejé del todo de ser un observador”. Son páginas muy jugosas, en las que narra hasta qué punto se implicó en el tema para conseguir información de primerísima mano.

A modo de colofón, el epílogo que escribió Talese así como la actualización que llevó a cabo en una edición de 2009, rematan el relato con el impacto que tuvo la obra tanto en la sociedad americana como en el ámbito más personal. Fue un libro que cosechó abundantes críticas negativas, no en vano estaba en marcha la reacción conservadora que trajo el reaganismo, y su elaboración hizo tambalear el matrimonio del autor. Tanta minuciosidad en los detalles, tanto cuidado en que los protagonistas aparecieran con sus nombres y apellidos para llegar a la conclusión de que poco se puede contar de las tentaciones y tempestades entre hombres y mujeres “que no se haya contado antes”.

Este absorbente reportaje tiene el aliciente final de que, como ocurre en muchas películas, te sirve además el reportaje de “cómo se hizo”, verdadero deleite para los curiosos por naturaleza.

Una biografía muy merecida

Hace unos años, cuando todavía era ministro de Exteriores, Alianza Editorial incorporó a Boris Johnson a su tremendo catálogo con una biografía no menos tremenda dedicada a Winston Churchill. Por aquí nos gustó mucho, no tanto por ambos personajes (biógrafo y biografiado) como por la manera en que el político de la cabellera más despeinada de la Historia reciente pretendía hacernos pasar por estadista de gran nivel a alguien que no se cortaba a la hora de mostrarse cruel, racista, vengativo, clasista, misógino y algunas cosas más.

Poco después, entre 2019 y 2022, el propio Johnson durmió también en el 10 de Downing Street y de escándalo en escándalo dio muestras de emular a su admirado Winston en unos cuantos de sus defectos. Al margen de las farras en plena pandemia, incluso cuando la reina Isabel II lloraba la muerte de su marido, el premier acabó haciendo las maletas precipitadamente y dando un portazo al salir. El “tío Winston” hubiera sonreído satisfecho.

Aquella biografía tan exagerada en sus ditirambos tiene su contrapunto ahora, en otra publicación de Alianza que lleva el título “Winston Churchill. Sus tiempos, sus crímenes” y firmada por Tariq Ali, uno de los escritores que más alardea de escribir desde la izquierda, sin complejos. La propia imagen elegida para la cubierta ya ofrece muchas pistas de por dónde irán los tiros.

No ha debido de ser fácil el trabajo de Alejandro Pradera a la hora de traducir las casi 500 páginas de esta obra, por momentos panfletaria, en la que Churchill queda retratado como lo que nunca ocultó ser: un pijo engreído dispuesto a todo por llegar a lo más alto e impedir, al mismo tiempo, que su idolatrado Imperio británico se desmembrara: Lo primero lo consiguió, lo segundo no pudo evitarlo. Tariq Ali se aplica con denuedo a mostrar cómo el premier se metió en todos los charcos, sin miedo a ensuciarse y sin escrúpulos a la hora de hacer pagar bien caros sus errores a otros, en cualquier parte del mundo. Porque Winston extendió su influencia desastrosa por Sudáfrica, India, España, Grecia, Francia, Alemania, la Unión Soviética o el cercano y el lejano Oriente. Tampoco en sus propias islas dejó títere con cabeza. No es extraño que la Thatcher lo revindicase en pleno estallido de la guerra de las Malvinas ni que Bush se acogiera a su recuerdo en la guerra de Irak. Winston estuvo en (casi) todas.

Tariq Ali no engaña a nadie desde las suculentas primeras páginas del prefacio: «un empalagoso aroma a incienso rodea la mayoría de los santuarios de papel que conmemoran a Churchill y sus guerras, pequeñas y grandes”. Poco antes deja escrito: “hoy estaría encantado [Churchill] no solo de la diligencia de sus epígonos a la hora de bruñir su imagen, sino también por la falta de sustancia de los ataques de sus pocos críticos”. No cabe duda de que Ali pretende restañar esta carencia, lo hace con erudición, con un texto muy bien armado en una serie de capítulos que vienen a ser una visión alternativa a la historiografía dominante. Así logra ensamblar esta biografía densa, repleta de fechas y hechos, que se lee a toda velocidad, porque la absorbente personalidad del biografiado es absolutamente embriagadora, incluso en sus desmanes.

Los comentarios de Tariq Ali sobre Churchill son en ocasiones lacerantes: a propósito de una comparación con De Gaulle, cuando el general “organizaba” la Resistencia desde Londres, dice que “el primero era un político cuyo pasatiempo favorito era jugar a los soldaditos y cuyas injerencias en los asuntos militares provocaban la irritación de quienes tenían que acatarlas” mientras que el francés “nació y se educó como militar”. Del apoyo de Churchill a Franco destaca que su obcecación en apoyar a los militares golpistas para frenar el comunismo mostró su cortedad de miras ante el fascismo que avanzaba por Europa, precisamente después de apostar por Mussolini en Italia y antes de coquetear con Hitler.

Hay muchos más episodios escabrosos (India, Irak, Grecia) en los que las decisiones de Churchill provocaron que miles de soldados británicos perdieran la vida, casi siempre a cambio de nada. Esta biografía no deja clavo sin remachar y en sus últimas páginas Tariq Ali brilla como analista al repasar el legado de biografiado. Es imposible no encontrar su rastro en el polvorín que hoy es Oriente Próximo, y eso que cuando se escribió este libro aún no había estallado la guerra que está arrasando Gaza. Para hacer boca, antes de correr a la librería a buscar el libro, la entrevista que Quim Aranda hace en el diario Ara a Tariq Ali ofrece muestra hasta qué punto sigue vigente ese legado churchilliano. El periodista es muy hábil para generar un titular impactante a su entrevista, que parafraseando a Kissinger cuando definió a Somoza resume muy bien la sensación agridulce que traslucen estas páginas: “Churchill a veces era un hijo de puta y fue a veces nuestro hijo de puta”.