El perejil de todas las salsas

Cuantas veces hemos visto a alguien a quien acercaban un micrófono y aprovechaba para mandar un saludo a su madre, que lo estaría escuchando. Los pocos segundos de fama o de atención obligatoria llevaban a muchos a no dejar pasar la oportunidad de legar unas palabras a la audiencia. Ahora, la proliferación de altavoces, del tipo que sean, permite que todo el mundo, en algún momento, por cualquier medio, pueda decir la suya.

A veces meto las narices en los comentarios de Amazon y se me pasa el rato viendo cómo el personal ajusta cuentas con la humanidad. Es sencillo, sale gratis, no hay que identificarse y el público está asegurado, porque el que los mira tiene un mínimo de interés hacia el libro comentado. Me llamó la atención el otro día, entre un montón de voces encomiásticas, un lector que ironizaba sobre el ego de Steve Van Zandt, al hilo de sus memorias, publicadas recientemente por Libros del Kultrum con el ingenioso título de “Flechazos y rechazos”. El original, que es el que había provocado el mosqueo del lector en la versión original, es “Unrequited infatuations”, algo así como “enamoramientos no correspondidos”.

Estas memorias de Little Stevie (en las que sabremos el porqué del apodo del guitarrista de la bandana, como también descubre el secreto de este peculiar tocado) están escritas desde un yo desaforado. En eso tiene razón el comentarista. Hay un episodio a propósito de la visita de Jackson Browne y el propio Van Zandt a la Nicaragua sandinista, con la mujer de Daniel Ortega en el despacho presidencial, que son una muestra elocuente de ese ego desatado. Pero quizá aquí radique uno de los encantos de esta autobiografía tan divertida e irreverente.

Con apelaciones frecuentes a los lectores, Stevie Van Zandt se nos muestra como el perejil de casi todas las salsas. Pero es que lleva décadas (con sus intermitencias) siendo la mano derecha de Bruce Springsteen en el escenario, con lo que eso conlleva, y nadie puede soslayar sus méritos en la producción de “The River”, un disco memorable. Por poner un ejemplo.

Para los que llevamos décadas siguiendo al Boss por las carreteras que quiera conducirnos, este libro es una guía turística. Y nos dejamos llevar, encantados de que cuente con su peculiar punto de vista, momentos fundamentales de la banda. Como cuando, en la página 92, explica el día en el que el Boss y él descubrieron que Clarence Clemons tenía ese “sonido puro y fresco que nos daba la vida”. El recuerdo de esa epifanía no tiene desperdicio: “Bruce me miró con la misma expresión que debió de ponerle Cristóbal Colón a su primer oficial cuando, después de treinta y seis días desafiando a la muerte en mitad del océano, vieron a aquellas indígenas desnudas tomando el sol en San Salvador de Bahamas”.

Durante la gira que Bruce y su banda hicieron tras la muerte de Clarence Clemons, huérfanos de ese saxo tan característico, había un momento mágico. Sonaba “Tenth Avenue Freeze Out” y cuando llegaba el verso que recordaba la incorporación de The Big Man a la banda, las luces se apagaban, el Bross enmudecía y el estadio hacía lo propio mientras en las pantallas aparecía la silueta inconfundible de Clemons, anclado a su saxofón. En sus memorias, Van Zandt rememora las dificultades que tenía su jefe en torno a esta canción, en el momento de incluirla en “Born to run” y cómo recibe el encargo de “arreglarla”. En ese momento, Stevie no pertenece a la E Street Band y asume su condición de lugarteniente: “Le hice caso. Fingí ser el leal soldado que cumple con el deber sagrado de asegurarse de que todo el mundo tenga muy claro quién manda”.

Las andanzas de Van Zandt al lado del Boss proporcionan momentos impagables. Así describe el camino que estaba tomando su jefe en el arranque de su carrera: “Bruce estaba haciendo evolucionar el rock con la ayuda de todas las formas de arte anteriores. Que echaba una mano de la literatura de Dashiel Hammett, Raymond Chandler y James M. Cain. De las películas de John Ford, Elia Kazan y Jacques Tourneur. De la poesía de Rimbaud, Whitman y Ginsberg. De la paleta explosiva de Van Gogh y la invención formal de Picasso. Eso por no hablar de la audacia de Little Richard y Elvis Presley; de la maestría de los Beatles; del sexo de los Stones; del escalpelo social de los Kinks, de la perspectiva de Pete Townshend y del nervio de los Who; de la frustración obrera de los Animals, del temperamento lírico de Bon Dylan; de la excelencia espiritual de Van Morrison; de la ambición musical de los Byrds; de la sombría teatralidad de los Doors y de la amplitud histórica de The Band”. Casi nada.

El polifacético Stevie, además de una enciclopedia con patas del rock, ha trabajado durante décadas haciendo arreglos musicales, no en vano dice en varias ocasiones que su principal talento reside en saber cómo desmontar una canción y hacerla potente, limando todas las piezas para que encajen a la perfección. También ha ejercido de promotor, de activista político, de filántropo en iniciativas para lograr un método eficaz de enseñanza de música en las escuelas, tiene su propio programa en la radio y, además de guitarrista en la E Street Band, dirige su propia banda (Little Steven and the Disciples of Soul). Pero lo que acabó de consagrarlo a otro nivel, y así aparece destacado en la cubierta de la versión española de estas memorias, es su participación como Silvio Dante en “The Soprano”, como consigliere y mano derecha de Tony.

De los entresijos del rodaje de la serie, de su amistad con el creador David Chase, de la repercusión que alcanzó y del placer con el que abrió una nueva puerta en su atrafagada carrera da buena cuenta en estas memorias. En el documental “The Sopranos Sessions” precisamente se echa mucho de menos su presencia y apenas es mencionado de soslayo cuando en sus memorias se muestra como todo un factótum de una serie más aclamadas de la historia de la TV, la que dicen que cambió el paradigma y consolidó el proyecto de HBO. Si hacemos caso al propio Stevie fue candidato a encarnar al propio jefe del clan, antes de quedarse en retaguardia y desempeñar un rol similar al que ejerce en la E Street Band.

Como queda claro en estas memorias, si hay algo de lo que va sobrado Van Zandt es de audacia y, después de convertirse en el histriónico Silvio Dante, se embarcó en otro proyecto televisivo aún más arriesgado, casi autoparódico. En la serie de Netflix “Lilyhammer” volvió a encarnar a otro mafioso, con más tics todavía, refugiado en la ciudad noruega que albergó los Juegos Olímpicos del 94. Frank Tagliano es protagonista absoluto de las tres temporadas en las que se mezclan el noruego y el inglés, con un humor socarrón y unas situaciones tan estrafalarias que el espectador a veces duda sobre si tomárselas en serio. Stevie Van Zandt toca aquí todas las teclas: interpreta, produce, dirige, canta, selecciona la música que aparece y echa mano de sus amistades para que vayan haciendo cameos. Una vez más, en esta memorias, abre su cola de pavo real y nos cuenta en detalle cómo se fraguó este proyecto que le convirtió en toda una celebridad entre los televidentes noruegos.

Estos días, mientras suenan los rumores de una nueva gira mundial de la E Steet Band, leer estas memorias es un buen antídoto para calmar los nervios (o para exacerbarlos, que también sirve) ante las dificultades que supone conseguir entradas cuando se hace el anuncio oficial. Este libro, además de por el interés que tiene un personaje tan hiperactivo, es una maravilla física, como todos los libros de la editorial. Una edición cuidadísima, con detalles que lo convierte en objeto de coleccionista: buen papel, una solapa trasera que cubre toda la tripa cuando se cierra y una foto enfajada en la cubierta. Hay un índice final que ayuda a localizar las numerosísimas referencias que aparecen a lo largo de esta obra que, sin demasiado esfuerzo, podría convertirse en una lista infinita de Spotify en la que suene la mejor música del siglo XX, el tiempo dorado del rock, en palabras de Stevie.

Y para el que lo dude, se puede recurrir a uno de los muchos fogonazos que aparecen estas memorias. Cuenta Stevie una bronca con el Boss, una de las tres discusiones más fuertes que tuvo. Fue a propósito de “Tunnel of love”, cuando prescindió de sus músicos de toda la vida para editar un disco más personal. La opinión “poco delicada” de Stevie acerca de algo de este disco llevó a su jefe a echarlo de su casa. Van Zandt zanja el tema en pocas palabras: “Como es natural, yo llevaba razón”.

Pues eso.

Tres que molan

“Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas que se elevaba por encima de los límites del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra”. Estas pocas líneas pueden servir para llamar la atención sobre una de las novelas que más me han sorprendido en los últimos meses.

Sabía de ella porque menudean desde hace tiempo los comentarios elogiosos, que llegan por los resquicios que dejan las redes sociales para hablar de esos fenómenos literarios que no tienen que ver con los grandes sellos ni van apoyados por el marketing ortodoxo. Se llama “Panza de burro”, de Andrea Abreu, la publica una editorial pequeña que tiene un catálogo muy goloso, Barret, y viene presentada por Sabina Urraca, que se anuncia como editora responsable únicamente de este título. Y es una historia muy fresca, personalísima, en la que uno se enfrasca dejándose llevar por esa aparente inocencia con la que una narradora en primera persona nos va contando su día a día, en la isla de Tenerife, a la sombra del “vulcán”.

Es uno de los atractivos de esta novela, que se puede apreciar casi en cualquier párrafo, con infinidad de neologismos, onomatopeyas, giros propios del habla canaria y bromas personales que enseguida enganchan al lector y le invitan a participar de ese código tan particular del que participan la narradora e Isora, su amiga del alma, la otra protagonista de este relato repleto de encanto.

Muy difícil de describir, como reconoce la propia editora en el prefacio, “Panza de burro” (por servirnos de sus propias palabras) “es una novela febril”. Los títulos de los capítulos, que en una segunda lectura pueden ser tomados como relatos breves, tan pronto resultan enigmáticos como parecen síntesis telegráficas de lo que se nos viene encima. Y ese pueblo de las alturas, casi siempre nublado, presidido por un volcán como el que arde desde hace semanas en la vecina isla de La Palma, es más que el escenario por el que transcurre el día a día de esta pareja de amigas inseparables que tienen que lidiar con los dramas que reparte la vida.

Una voz auténtica, sin seudónimos femeninos como los que ahora mismo están de moda, que sencillamente tiene cosas que contar y lo hace sin más artificio que el de la naturalidad, que no es poco.

Otra voz femenina más que potente, con una dura historia contada de manera subyugante, es la de Paula Bonet, artista que necesitaba de las palabras para complementar una obra pictórica que transpira violencia y dolor. Las imágenes se pueden ver en el catálogo descargable en este enlace y el libro lo ha publicado Anagrama en castellano y Univers en catalán. Bonet decía en un cuestionario de Babelia que “pintar me ha enseñado a escribir con los ojos cerrados” y lo cierto es que su libro se lee como un paseo por una galería donde pinturas de grandes dimensiones asaltan al lector y le obligan a removerse en el sillón. Estructurado en forma de dos historias paralelas que “se enredan como dos anguilas, se separan y se vuelven a juntar”, en una definición precisa que da al ser entrevistada por Esther Vera en el diario catalán Ara, esta historia lacerante viaja al pasado y recuerda la tienda de muebles de la familia, donde la narradora recuerda momentos de una infancia feliz, jugando por entre los sillones, los comedores y las habitaciones de matrimonio que allí se exponían. Y se van entreverando las cartas que se cruzaban sus abuelos. En paralelo desarrolla una historia con tintes autobiográficos (como ha explicado en más de una entrevista) en la que aparecen abusos y hasta una violación, que dibuja la desolada sensación de abandono a la que se enfrentan muchas mujeres cuando denuncian haber sufrido estas situaciones.

Los cuerpos atacados, que supuran, que tiemblan, que se encogen y que se muestran en estas páginas son casi tangibles, por la fuerza pictórica con la que nos los explica Paula Bonet. La sensación de sufrimiento con la que transitamos por la historia se ve matizada al final, cuando las cosas en cierto modo acaban bien y respiramos aliviados al asistir a ese final feliz.

No es ningún spoiler, porque ya en los textos elogiosos que aparecen en la faja de esta novela, se puede leer uno de Marta Sanz que la resume de maravilla: “Bonet, sin contemplaciones ni autocomplacencia, escribe una novela con un final feliz: el mundo comienza a transformarse, y una mujer se hace un autorretrato con la carne de la escritura, los ácidos y los óleos”.

Y es precisamente una novela de Marta Sanz, también en primera persona, también con trazas autobiográficas, la que llevaba meses dando vueltas en mi cabeza, después de leerla con muchas ganas en unas pocas sesiones. Publicada por Anagrama en su colección Compactos, tiene no pocas similitudes con la de Paula Bonet aunque la puesta en escena es mucho más canónica, una narración más ortodoxa.

La narradora nos cuenta sus cuarenta años y va describiendo a una galería de personajes (inolvidable la tía Maribel) que en algún momento han tenido su papel en esas cuatro décadas. Lo hace con una habilidad especial para recoger sus dejes, su vocabulario y así dibujarlos por sus palabras. Esos cuarenta años coinciden con una época de cambio fundamental en la Historia reciente de España, que también se vislumbran en esa infancia en Benidorm, esas ilusiones arrumbadas por la vida, el traslado a Madrid y algunos regresos esporádicos a la ciudad de sus primeros años, aunque sea para constatar que ha pasado lo que ya se veía venir, y sus amigas se han convertido en aquello para lo que parecían condenadas.

En esta versión definitiva de 2018 de “La lección de anatomía” que ya había publicado Anagrama una década antes, Marta Sanz agradece a Herralde la oportunidad de repensar y mejorar el texto. Esa mujer que ha ejercido de modelo de desnudos para pintores que aprenden confiesa casi al final que “hay cosas que se hacen porque no queda más remedio” para añadir que “he parado el reloj y ya no pueden engañarme”. Y remata; “me he hecho un poco más sabia y soy un poco más feliz”.

En cierto modo, es el sentir de estas tres novelas escritas por tres autoras que tienen mucho que explicar y que necesitan hacerlo en primera, primerísima, persona.

Un palimpsesto

El atractivo de la Barcelona literaria ha permitido en los últimos años que se hayan trazado numerosos itinerarios por los paisajes que transitan los personajes de Carlos Ruiz Zafón, por las plazas de Gracia que recorre la Colometa de Mercè Rodoreda, por la Rambla de Orwell, por el Raval de Pepe Carvalho, por las calles que transitó el Quijote o por los bares que iban cerrando, borrachos como topos, los poetas que buscaban refugio en el Paralelo. En este enlace se pueden ver algunas de ellas, con PDFs descargables que permiten visitar la ciudad de una manera muy entretenida. No sé si todavía funcionará la app Literápolis, que puso en marcha el Ajuntament hace unos años y que invitaba a una gimkana repleta de preguntas y retos que también mostraba unos paseos diferentes por espacios tan emblemáticos como el Parc de la Ciutadella, Sarrià o las calles del Barri Gòtic.

Esa aureola de ciudad literaria es la que cultiva un conjunto de relatos, publicado por Comanegra en 2019 con el título de “Barcelona nua”, traducción del italiano “Barcelona desnuda”, a cargo de Amaranta Sbardella, traductora de al italiano de obras canónicas catalanas, tanto de ayer (Incerta glòria) como de hoy (Permagel). Y el libro, que es desigual porque su planteamiento mismo casi le obliga a serlo, es una fiesta para los devotos de la capital catalana.

Una “fiesta intertextual” dice David Guzmán en un prólogo que es toda una invitación a participar de este juego literario. Hay personajes míticos que se ven liberados de las historias que los hicieron inmortales (la Andrea de “Nada”, el citado Carvalho y su inseparable Biscuter, el Onofre Bouvila de “La ciudad de los prodigios”, las putas del Barrio Chino) y hay otras obras, como el cuadro “Garrote vil” que cobran vida y posibilitan que Sbardella recree la presencia de Ramon Casas tomando apuntes mientras Aniceto Peinador, el homicida del crimen de Banys Vells, sube al estrado donde será ajusticiado.

Amaranta Sbardella va cambiando de registro y recrea el género epistolar de “Incerta glòria” para contar cómo se vivía en la Barcelona bombardeada por los Savoia italianos, con un cameo también epistolar del George Orwell convaleciente de sus heridas de guerra y decepcionado por las luchas intestinas que asfixian a sus correligionarios. Narra en forma de crónica dolorida los pasos del detective de Vázquez Montalbán por la ciudad que nació en torno a los Juegos del 92. Y elabora un magnético travelling desde la Estació de França hasta el número 36 de la calle Aribau por el que va desfilando toda la ciudad, que vemos a través de los ojos estupefactos de Andrea, la inolvidable protagonista de la novela de Carmen Laforet.

Se trata de jugar y, aunque haya algún texto donde se amontonan los referentes y se antoja una manera de hacer público el agradecimiento a algunos de los mentores de esta colección de cuentos, la lectura es un canto de amor a la ciudad. Una manera de reescribir, de seguir imaginando, de resucitar espacios y personajes que hicieron de las calles de Barcelona un espacio único, o mejor, la suma de muchos lugares inolvidables.

La cruda sinceridad de Marsé

Creo que fue Gore Vidal el que explicaba a raíz de la publicación de sus memorias que a uno de sus amigos le dedicó su ejemplar en la página del índice onomástico en la que aparecía su nombre. Cuando este quiso saber por qué, Vidal le replicó que sabía que era lo primero que iba a mirar, para saber en qué lugar (y cuántas veces) era mencionado. Me he acordado de este malicioso proceder al leer la introducción de Ignacio Echevarría al libro póstumo de Juan Marsé, “Notas para unas memorias que nunca escribiré”, editado por Lumen en marzo de 2021, meses después del fallecimiento del escritor barcelonés. Explica Echevarría en un fantástico prólogo titulado “Escribir y nadar” (basta con leer unas cuantas páginas para entender por qué ese título) que “tal vez no esté de más añadir que se ha desestimado equipar este volumen con un índice de nombres, que acaso el lector curioso eche en falta”. Y argumenta: “la razón es evitar la consulta descontextualizada de las menciones a veces muy cáusticas que […] Marsé prodiga. Tales menciones encuentran su asiento en el caudal de observaciones de todo tipo que trazan el tejido de sus días, y su lectura aislada distorsiona tanto sus intenciones como sus alcances”.

Coincido en buena medida con Echevarría, que ha tenido un cuidado especial al presentar estas memorias, documentando con precisión al final, en más de 100 páginas, las entradas de este diario que Marsé llevó en 2004 como una especie de penitencia (así lo dice en más de una ocasión) pero que completó con paciencia y perseverancia. Explica el prologuista que lo hizo en una agenda en la que tampoco había mucho espacio libre cada día, lo que seguro facilitó la dedicación de Marsé al tiempo que creaba algo parecido a los tuits de hoy: pocas palabras, muchas veces contundentes, que tan pronto se ocupan de una discusión doméstica con Joaquina (su mujer) como de un whisky con Joan de Segarra en el bar del Majestic, una visita al despacho de su agente Carmen Balcells, una escapada a su casa de Calafell o un apunte sarcástico sobre un periodista, un político o una joven escritora en busca de consejo.

Uno de los protagonistas incuestionables de este día a día es su nieto Guille, que le reclama dibujos sin parar, casi siempre de Batman. Es entrañable imaginar al escritor en batín, sentado codo con codo con el pequeñajo mientras le dibuja al superhéroe (hay varios ejemplos en este libro, que también incluye unas cuantas páginas en color con reproducciones facsímiles de las hojas de la agenda y de otras libretas que aparecen reproducidas). El año de diario, 2004, fue además el de los atentados de Atocha, justo antes de las elecciones, con las consiguientes maniobras del gobierno de Aznar para engañar a la ciudadanía acerca de la autoría de la salvajada. Las páginas que dedica Marsé a esos días son impagables, breves, demoledoras.

Para los lectores de la biografía autorizada que hizo Josep Maria Cuenca hace unos años, y que comentamos aquí, quizá no haya demasiadas sorpresas en este diario, al menos en lo tocante a las bestias negras de Marsé (Porcel, Umbral, Goytisolo [Juan y Luis], Pilar Rahola, el productor de cine Andrés Vicente Gómez, casi todos los articulistas de El Mundo) pero sí que sorprenden algunos cáusticos comentarios sobre periodistas culturales o compañeros de pluma, como la anécdota explicada en varios días sobre un premio Cervantes que fue a parar a otras manos mientras el presidente del jurado (otro escritor siempre en el candelero) le aseguraba que había hecho todo lo posible para que lo ganara Marsé, cuando en realidad había sido uno de los impulsores del que acabó siendo galardonado. Estos comentarios, tan salvajes a veces y sin necesidad de misteriosas X como acostumbran otros diaristas, tienen mucho que ver con la coyuntura del propio 2004, con los atroces atentados del mes de marzo, las efemérides variadas que se suceden o las acciones del tripartito que entonces gobernaba Cataluña.

Cuando llega el 5 de enero de 2005, tres días antes de su 72 cumpleaños, Marsé da carpetazo al diario con una queja recurrente: “Y termino este sonso diario convencido más que nunca de la persistencia de mi desidia, mi absoluta desgana en bucear dentro de mí mismo. Queda demostrado que no hay asunto que me aburra tanto como hablar de mí mismo”. Los lectores curiosos no lo vemos así: durante esos doce meses trabajó duramente en Canciones de amor en Lolita’s Club y sabemos por boca del autor lo duro que fue para su autor reconvertir un guion en una novela e ir corrigiendo, algo en lo que, sin embargo, disfrutaba. También descubrimos los mimos que le prodigaban sus editoras (“mi rubia preferida”, llama a Elena Ramírez), sus rutinas de lector de tres diarios o su evocación permanente de los años de la infancia, cuando su familia lo mandó lejos de la Barcelona bombardeada en la guerra.

Se cierra el diario y estas “no-memorias” se enriquecen con la trascripción (dibujos incluidos en algunas ocasiones) de tres libretas que Marsé guardó (junto con muchas otras) y en las que iba haciendo anotaciones de todo tipo: “Estoy envejeciendo. Los sueños son cada vez más oscuros, retorcidos, extraños” (2007),    “La literatura es el deseo ajustando cuenta con la realidad” (2009), “El peinado del president de la Generalitat Puigdemont ha sido declarado de Interés Turístico Internacional, y el procés de Interés Turístico Regional” (2017), pero donde también hay espacio para anotar minuciosamente la veintena de pastillas que tomaba, atado al final de su vida a un aparato de diálisis nocturna que decía le había robado hasta los sueños.

Es tan jugoso seguir anotando aquí sus diatribas contra unos y otros que me temo que podría ser reduccionista y entiendo mucho mejor la voluntad de sus editores de no dar carnaza a los lectores sedientos de sangre. Un solo año, escrito a regañadientes y obligado a ser conciso por culpa del espacio reducido de la agenda, nos muestran, no obstante, a un escritor en plena forma, consciente de que quizá sus grandes obras ya habían sido publicadas pero con ganas de pelear y defender su concepto de la literatura. En este sentido tampoco tiene desperdicio lo que ocurrió en torno al premio Planeta, del que aceptó ser jurado y de donde marchó dando un portazo.

Son solo unas notas para unas memorias que nunca escribió aunque algunos suspiremos por que haya algún cuaderno más en sus archivos, alguna agenda a la que seguir dando publicidad. La cruda sinceridad de Marsé, aunque duela en más de una ocasión, ayuda a sobrellevar tanto pensamiento políticamente correcto.

La senda amarilla

“No fue así pero pudo haber sido”. Lo dice lacónicamente delante de la casa espaldada donde jugó de crío cuando iba a visitar a su abuela. Es un hombre de 83 años, que lleva veintiuno jubilado, recién llegado de Benidorm a donde ha ido tomar el sol para compensar el que le faltará cuando el invierno se abata sobre el Pirineo. Se apoya en un palo y se muestra repleto de vitalidad. Está hablando a un grupo de caminantes que han llegado hasta Ainielle, en la despoblada zona del Sobrepuerto aragonés.

Este pueblo abandonado, lejos de todo, en medio de un paisaje espectacular de bosques que antaño fueron pastos y huertos aterrazados, es el escenario de “La lluvia amarilla”, la novela de Julio Llamazares publicada en 1988 por Seix Barral. Y cada año (salvo el pasado, porque todo quedó detenido), cuando llega el primer fin de semana de octubre, se organiza una marcha llamada “La senda amarilla”, que arranca en Oliván (el núcleo habitado más cercano), pasa por Berbusa (ahora abandonado) y termina tres horas después en Ainielle, a 1400 m de altitud. El pueblo no resucita, porque las zarzas invaden las paredes que quedan en pie, pero por sus ruinas pasean más de cien personas con botas de montaña y camisetas de colorines, que buscan entre las ruinas los espacios que rememora el narrador en primera persona de la novela de Llamazares. Los caminantes dispuestos a hacer un kilómetro más se llegan hasta el molino que tan fundamental resulta en el relato.

Ahí el protagonista se encuentra con esa lluvia amarilla que da título a la novela, justo cuando marcha el último vecino con el que compartían sus cuitas diarias el narrador y Sabina, su mujer.

Este monólogo áspero y desencantado, que empieza a enrollarse como una espiral de recuerdos la última noche de 1961, con un detonante que no se puede desvelar sin quebrar el eje del relato, está atravesado de una tensión que no ha perdido un ápice de su fuerza en las tres décadas que lleva enfrentándose a los lectores. Si cuando se publicó, los lectores (urbanitas sobre todo) descubrieron qué desoladas historias escondían las casas que se derruían en el entorno rural, sometidas a los rigores del clima y huérfanas de sus moradores; ahora se puede rastrear en “La lluvia amarilla” esa memoria tan reivindicada de las generaciones que construyeron el país aun a costa de sus propias vidas.

El monólogo del narrador que protagoniza también esta historia, cuyo nombre se desvela al final, es un soliloquio desesperanzado, un recuento de pérdidas, la evocación de un lugar y sus gentes y hasta un recorrido original por la Historia de España, vista desde un mundo rural que agoniza en el que es demasiado duro hasta respirar. Este relato que avanza morosamente con descripciones detalladas se va acelerando en el último tercio. Los capítulos son más breves, como fogonazos que se avienen a las decisiones valientes y drásticas que ha tomado el protagonista, a fin de quedar en paz con el escenario de su vida.

Al caminar el otro día por ese paisaje majestuoso, tan verde en este arranque de otoño, uno busca las hojas amarillentas caídas de los árboles y, extrañamente, sólo encuentra vida alrededor de unos muros medio derruidos, en los que apoyan vigas renegridas por la podredumbre y donde se ve el cielo azul porque las techumbres hace años que se vinieron abajo.

Han pasado casi 60 años desde que se fue el último vecino de Ainielle. Su historia la fabuló un escritor nacido también en un pueblo que ya no existe y, de las muchas frases imperecederas de esta obra inmarcesible, hay una que parece contradecir la esencia misma de los recuerdos: “el tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos”.