Otra gran novela sobre Barcelona

En cualquier puesto de libros de viejo es habitual encontrarse con ejemplares amarillentos de la colección “La novela ideal”, que durante los años 20 y 30 del pasado siglo promovió la lectura entre las mujeres que a veces no tenían acceso a literatura considerada de mayor rango. Detrás de esta iniciativa estaban Juan Montseny y Teresa Mañé, y su hija Federica fue autora de un buen número de las historias que se publicaron, con un propósito formador que iba más allá del mero entretenimiento.

Ellos tres, como muchísimos otros, son protagonistas secundarios de la última obra del escritor barcelonés Juan Miñana, que rinde un homenaje soberbio a su ciudad natal en un relato más que entretenido, al que no se le puede negar su propósito informativo y que no podía titularse de otra manera: “La novela ideal”. Está editada por Catedral, el sello que dedica Enciclopèdia Catalana a sus obras en castellano, y ha recibido abundantes parabienes de la crítica, que han destacado algo tan sencillo como valioso: “está muy bien escrita”.

Las casi 400 páginas de esta historia transcurren en Barcelona, con un narrador omnisciente que muy al final le guiña un ojo al lector y manifiesta las dificultades que ha tenido para cerrar la novela de una manera canónica, al estilo decimonónico, con todos los hilos atados y cada personaje en su sitio. Es lo de menos.

Tras el arranque, fechado en 1941, viaja atrás en el tiempo y luego va desarrollando de manera paralela dos historias en planos temporales diferentes, y se cuentan tantas historias y son todas tan interesantes que es una gozada dejarse mecer por el ritmo que confiere Miñana a la narración. El poeta Xavier Viura es el protagonista de esta “novela ideal” y su personalidad timorata va adquiriendo perfiles diversos, al tiempo que descubre que más allá de la literatura hay un mundo en marcha que está cambiando a toda velocidad.

La cantidad de información que atesora el autor se puede apreciar en la prolijidad con que describe los ambientes previos a la proclamación de la II República, en la minuciosidad con que muestra todo lo que ocurrió en la guerra en la ciudad, con sus estallidos de violencia internos y el pavor que inspiraban entre la población civil los bombardeos que lanzaban los inciviles. Hay capítulos que se leen como si fuera un documental, recuperando esas imágenes tan conocidas de los aviones sobrevolando y llenando de muerte el Eixample. Y esta abundancia de datos, de nombres, de precisiones no pesa en el relato, ayuda a explicar determinados comportamientos, justifica los derroteros que toma la narración.

Entre las decenas de secundarios que aparecen en la novela tengo predilección por un personaje que sigue presente en la vida cotidiana barcelonesa, a través del restaurante vegetariano que regentan con éxito sus nietas en pleno Raval. Se trata del profesor Capo, impulsor del vegetarianismo que además se convirtió en apóstol de la trofología y el nudismo. Pagó un precio caro por ello y cuando las mentes más obtusas se hicieron con el país acabó primero en el campo de Argelers y luego en un batallón disciplinario en Nanclares de Oca. Hace unos años, Larousse Editorial dedicó un original libro al profesor Capo, que recorría su vida, explicaba su filosofía y terminaba proponiendo recetas deliciosas inspiradas en el restaurante que abrió con su mujer (verdadera alma máter) en los años treinta.

Capo es fundamental en la trama de “La novela ideal” y gracias a su compañía el protagonista entra en contacto con otras figuras insignes de esa Barcelona en ebullición en la que conviven el anarquismo, los amantes de la música de Wagner, las diferentes facciones del comunismo, Pau Casals, Eugenio d’Ors, la mencionada Federica Montseny y hasta los jerarcas nazis que buscaban en Montserrat vestigios del Santo Grial.

Una novela que sumar al interesante catálogo de relatos ambientados en la ciudad, con el aliciente en este caso de recuperar a personajes fundamentales que han quedado injustamente relegados.

Todo lo que mira Caparrós es interesante

Raras son las veces que termino un libro y siento la necesidad imperiosa de volver a empezar la primera página, con la certeza absoluta de que volveré a quedar prendado. O mejor aún, que lo abra por la página que lo haga sabré que no podré dejarlo. Me acaba de pasar.

“Lacrónica” (así, todo junto), de Martín Caparrós es un volumen que recopila textos que van de 1991 a 2010. Lo publicó Circulo de Tiza en 2015 y hay otra edición de Planeta de 2016, quizá para Latinoamérica, inencontrable. Llama la atención la diferencia en el planteamiento de las cubiertas de ambas ediciones. La de Planeta recurre a la imagen de una libreta típica de esas con goma, repleta de anotaciones. La de Círculo de Tiza juega con la idea del periodista viajero y enmarca toda la portada con esa franja en desuso que llevaban los sobres de la correspondencia internacional. La segunda anticipa que contiene relatos enviados desde diversos puntos del globo, la primera apela a esa idea romántica del plumilla que siempre lleva un cuaderno en el que ir tomando notas. Ambas son sugestivas pero, una vez disfrutado, creo que acierta más la que abunda en esa idea del viaje.

El envoltorio, no obstante, no puede distraernos sobre el contenido, portentoso, que podría funcionar como libro de texto en las facultades de periodismo (aunque sea porque evidencia que hay que hacer lo contrario de lo que se enseña) y que es también una brújula para periodistas consolidados que necesitan encontrar el norte de su oficio. Martín Caparrós se entrega en esta recopilación de sus crónicas y, en un alarde no sé si de generosidad o de inteligencia, reflexiona sobre el oficio, contextualiza sus textos y ofrece algunas claves sobre esa escritura del yo, sobre la consideración de un tipo de periodismo como literatura y razona sobre estos tiempos sombríos en los que hasta los editores se confabulan para que no haya lectores.

Son muchos hilos de los que va tirando y salen los nombres habituales al evocar las referencias inequívocas en el arte de la crónica: Rodolfo Walsh, John Lee Anderson, Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska, Kapuscinski. Muchos de ellos fueron maestros del propio Caparrós. Hemos hablado de ellos aquí y aquí, glosando a otros cronistas que se declaran deudores de todos ellos y del propio Caparrós. Hay una entrevista fantástica de la revista en línea Cuadernos hispanoamericanos en la que se atreve, en su condición de impenitente futbolero, a montar una alineación de con los mejores cronistas de todos los tiempos, línea por línea, con banquillo y entrenador incluidos.

En esa misma charla incide sobre algo que está en la base de toda su creación y que aparece en numerosas ocasiones a lo largo del libro de Círculo de tiza. Le pregunta el entrevistador sobre la diferencia entre narrar en primera persona o narrar sobre la primera persona y le alerta acerca de la perversión del uso legítimo del yo. La respuesta de Martín Caparrós es mucho más que una clase de periodismo: “A mí, un yo narrador me sirve porque rompe con esa idea –que fue decisiva en el periodismo durante mucho tiempo– de que no hay narrador. Que aquello que dice un periódico es un fiel reflejo de la realidad; algo imposible, pues cada espejo refleja de un modo distinto la realidad. Entonces, decir «yo» es decir: esta es mi mirada, esta es la forma en que yo pude ver estas cosas. Hay otras, pero yo, decentemente, muestro la mía. Para eso sirve el «yo». Y para ir hilando una narración de un modo más inteligente. Pero cuando el «yo» tapa la lente de quien desea mirar, no sirve. Derrota su propio propósito.”

Esta selección de crónicas abarca una amplia panoplia de temas, viaja por todo el mundo, se ha publicado en medios de todo tipo. Siempre con esa primera persona que en absoluto resulta egocéntrica sino que enseguida hace cómplice al lector y proporciona una visión tan personal en su honestidad como cercana en su relación con las personas a las que proporciona voz.

Hay un texto de 1997, publicado en Clarín, sobre los jóvenes que son prostituidos en Sri Lanka que a lo largo de treinta páginas dolorosísimas parece que se limita a describir su búsqueda de “carne fresca”, en una falsa complicidad con alguno de los “clientes” que desde Europa viajan para satisfacer unos deseos que en sus países están penados con cárcel. Quizá sea la crónica más impactante, pero las hay de todas las clases: el hallazgo del infame Videla correteando por la calle como un viejito más que quiere mantenerse en forma, los preparativos para la llegada a La Habana de los restos del Che, las huelgas en Bolivia que comandaba un sindicalista desconocido que llegó a dirigir el país, la guerra en los Balcanes, un viaje a África con Livingstone en el recuerdo y muchas otras singladuras en las que hay algo que no varía: los primero párrafos de cada texto son para enmarcar.

Es uno de sus mandamientos sagrados, según ha dicho Caparrós en diversas ocasiones. Valga como muestra el que sirve de arranque a este libro: “Nunca pensé que sería periodista: sucedió”.

Y para entender también el peculiar humor que se gasta, otra de las muchas frases que he ido subrayando y que intenta describir qué género ocupa a Caparrós desde que empezó en estas guerras: “la crónica es eso que nuestros periódicos hacen cada vez menos”.

En este libro hay unas cuantas memorables.