Historias cruzadas

Más de veinte años he tardado en leer la que debió de ser la última novela de Carmen Martín Gaite: “Irse de casa”. La publicó en Anagrama en 1998 y murió un par de años después. Me cayó en las manos en un bookcrossing de las bibliotecas de Barcelona, antes de que las medidas higiénicas que impuso la pandemia obligarán a clausurar estos intercambios espontáneos, e intuyo que perteneció a una mujer, quizá porque asocio la autoría femenina con el protagonismo mayoritariamente femenino y una serie de elementos encerrados en el propio libro: en la solapa de la izquierda hay varias reseñas, cuidadosamente dobladas y archivadas. En medio de las páginas me encuentro con los horarios “válidos hasta diciembre de 1999” de los trenes de Renfe que van de Barcelona a Figueres y Girona.

Me imagino a esa lectora viajando arrellanada en el asiento del tren, absorta de las paradas y temerosa, cuando nota un descenso de la velocidad, de haber dejado atrás la estación en la que tenía que haberse apeado. Y es que la novela es absorbente, con el aire de esas construcciones canónicas en las que ningún personaje queda desamparado y, al cierre, los lectores quedan satisfechos, porque encuentran que todo tiene un sentido. En una de esas reseñas recortadas veo la de la revista “Qué leer” (la de los buenos tiempos) que titula el resumen con un elocuente “Short cuts”, la película de Robert Altman basada en relatos de Raymond Carver que se estrenó a mediados de los noventa y que partía de un planteamiento similar al de la novela de Martín Gaite, con esas coincidencias imposibles que solo ocurren en la vida misma y que permiten engarzar los diferentes episodios de un amplio abanico de personajes.

En esta novela pronto el lector sabe más que los protagonistas de la historia y sufre cuando se van produciendo desencuentros o se felicita cuando comprueba que el azar puede proporcionar una segunda oportunidad. Y es que no parece fácil que una triunfadora diseñadora de moda afincada en Nueva York encuentre lo que busca al volver a una capital de provincia española, de la que se fue con su madre, huyendo de lo que parecía un destino inevitable. No hay que explicar mucho más, porque se trata de dejarse llevar y disfrutar de esas coincidencias que esperan agazapadas a la vuelta de la esquina. Pero llama la atención, en una historia concebida a finales del siglo pasado, cómo aparece de soslayo un teléfono móvil, que la narradora (o una de las protagonistas, lo mismo da) considera como una trampa, ya que permite que le localicen a uno en el lugar más insospechado, quizá cuando buscaba precisamente pasar desapercibido.

Visto con los ojos de hoy, semejante afirmación parece de una ingenuidad palmaria. Precisamente cuando cerré el libro de Martín Gaite me embarqué en una historia en la que las nuevas tecnologías terminan siendo fundamentales en la resolución de la trama. Se trata de “Tiempos de swing”, una de las novelas más conocidas de Zadie Smith, publicada en 2017 por Salamandra. Median veinte años escasos entre las novelas de ambas pero el mundo se ha hecho infinitamente más pequeño. Las protagonistas, amigas en la infancia que siguen trayectorias bien dispares, se conocen en un barrio londinense en el que viven inmigrantes y descendientes de todas las colonias del imperio. Una zona depauperada de la que no parece fácil salir. La música, en vertientes muy diferentes, parece el clavo al que agarrarse para eludir el destino y así se desarrolla un relato que pasa por Nueva York y viaja a África, con episodios que combinan el marketing solidario con el desconocimiento de Occidente de la realidad en la que intentan ejercer de buenos samaritanos y el deslumbramiento que provocan las estrellas del mundo del espectáculo. En este continuo ir y venir por tres continentes, las vidas de la narradora (cuyo nombre no llegamos a conocer) y su amiga Tracey van dando vueltas, mientras crecen personajes secundarios que parecen reclamar más protagonismo (como la madre de la propia narradora o el profesor de piano con el que ambas descubrieron a los clásicos del musical).

Esta novela absorbente, que transcurre a lo largo de más de dos décadas, tiene algo de crónica de un tiempo cambiante, en el que todo se acelera y donde las fronteras se diluyen cuando la maquinaria occidental se activa. En este viaje hacia el mundo menos desarrollado, donde transcurre buena parte de la historia, hay algo también de sentimiento de culpabilidad de Occidente, incapaz de hacer tapar a los abundantes costurones que generó la descolonización y las sucesivas oleadas de inmigración hacía la metrópoli.

Dos novelas organizadas en torno a numerosos viajes físicos y temporales que, aun separadas por esas dos décadas y unas localizaciones radicalmente distintas, rezuman el oficio de sus autoras y contienen el eco de las historias (muy bien) contadas.

Puertas al campo

Estos días la Unión Europea intenta hacerse oír en el conflicto latente entre Ucrania y Rusia y lo peor es que muestra más debilidad que firmeza. Le ha pasado en otras ocasiones, cuando se han abierto fisuras en las amplísimas líneas que la separan de sus vecinos, sean estos más o menos beligerantes. Cuando llegue el buen tiempo, las costuras se abrirán por el sur y tendrán que patrullar a lo largo de miles de millas para poner freno a la inmigración que cruza el Mediterráneo desde África. Y cuando Turquía así lo decida, el problema lo tendrán los antiguos límites del imperio otomano para hacer frente a los refugiados que huyan de Afganistán, Irak, Siria o cualquiera de los otros países en guerra.
Hace ya cinco años que Astiberri publicó “La grieta”, un original cómic con fotos de Carlos Spottorno y texto de Guillermo Abril y sus páginas mantienen su vigencia, cuando no un carácter premonitorio en el que, desgraciadamente, todo lo susceptible de empeorar lo hará. Su “teoría de la grieta” llevó a estos dos periodistas a viajar a diversos puntos calientes de la frontera exterior de la Unión europea para terminar confirmando que “hay decenas de fisuras en el sueño europeo”. Y mediante las impactantes fotografías de Spottorno podemos ver cómo los dramas humanos se abordan haciendo más altas las vallas, poniendo más policías en los puestos fronterizos, activando unas maniobras militares cada vez más imponentes y, no falla, intentando que los periodistas no lleguen allá donde puedan contradecir la versión oficial.

Arranca este cómic con aire de fotolibro con imágenes históricas de los aliados liberando París y Churchill haciendo el signo de la victoria, cuando comenzó a gestarse el sueño europeo que debía evitar que se repitiera la barbarie. En este sentido, son muy oportunas las palabras de Stefan Zweig que aparecen al inicio: “nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación”. Ese triunfalismo cargado de buenas intenciones que terminó siendo la Unión europea (“Un espacio seguro. Ordenado. Solidario. Protegido por un estado del bienestar del que enorgullecerse.”) llegó a tener una moneda común y, con la crisis de 2008, abundantes problemas también comunes a los que sus miembros tuvieron que hacer frente de manera demasiado individual. En ocho páginas se puede apreciar este apresurado resumen con algunas fotografías extraordinarias, por la sensibilidad con la que retratan tanto las consecuencias de este brusco despertar como las protestas de los miles de personas que llenaron las plazas del continente.

Y el primer destino de los dos periodistas es la valla tras la que se atrinchera la ciudad de Melilla. Es enero de 2014 pero podría ser hoy mismo. Más de 600 personas vigilan la valla, que sus fabricantes vendieron a las autoridades españoles asegurándoles que la habían probado con atletas de élite. “Los subsaharianos tardan menos de un minuto en saltarla”, dice el coronel de la Guardia civil responsable de que no lo hagan. Muchos de ellos se dejan brazos y piernas en las cuchillas que “adornan” el muro y en los bosques que hay alrededor se agolpan centenares de personas que quieren acceder a ese mundo donde se atan los perros con longaniza.

El siguiente viaje lleva a Spottorno y Abril a la peculiar frontera entre Turquía, Grecia y Bulgaria, el país más pobre de Europa y acostumbrado en el pasado a que sus habitantes fueran emigrantes. Hasta que empezaron a llegar miles de personas huyendo la guerra de Siria y la UE financió equipos electrónicos y cámaras para monitorizar la frontera con Turquía.

El drama que ensombrece el Mediterráneo aparece cuando los autores de “La grieta” viajan a Lampedusa, más cerca de África que de Europa. Sobrecogen las imágenes del “museo del horror” que un activista local ha organizado con los restos de los naufragios. Frente a una biblia cuarteada, un pasaporte comido por la humedad o un biberón, el resto del reportaje muestra la potencia burocrática, policial y electrónica de Frontex, encargados de “proteger” las fronteras.

Una vez más, campos de internamiento, hacinamiento, barcos a la deriva cargados de personas, rescates in extremis, y vallas, siempre vallas. Como las que hay en los siguientes destinos: Hungría, Croacia, Polonia… hasta llegar a los confines orientales de Europa. Unas maniobras de la OTAN en Ucrania, sin llamarlas por su nombre, ponen de manifiesto que Europa pareció escarmentar con la ocupación rusa de Crimea, aunque las noticias de hoy mismo parezcan desmentirlo. Y los viajes se suceden, hasta el enclave de Kaliningrado y a lo largo de la kilométrica frontera que separa Finlandia de Rusia.

La foto final, a doble página, de una familia afgana y un par de cameruneses recién llegados en un destartalado coche a un punto de Finlandia que decía estar “in the middle of nowhere”, subraya ese pesimismo que va invadiendo el relato y que se va contagiando a las imágenes, cada vez más viradas a tonos sombríos.

El último aliento

La maquinaria conmemorativa ya se ha puesto en marcha para celebrar que en 2022 hubiera cumplido 100 años José Saramago. Es un escritor de grandes minorías y sus fieles lo somos en grado sumo. Por eso me extrañó que en su momento se me pasara la aparición de su “novela inacabada”, publicada en 2014, cuatro años después de su muerte. La encontré en una visita a su casa de Lanzarote, recién reabierta después de la maldita pandemia que puso en cuarentena a la sociedad, y por supuesto a la cultura.

“Alabardas” es el título reducido del original “Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas” y lo publicó Alfaguara en lo que es un verdadero ejercicio editorial, pues solo así se entiende de qué manera se pueden estirar los cuarenta folios de esa historia inconclusa hasta conformar un volumen que acaba teniendo algo de objeto de coleccionista.

Encuadernado en tapa dura, con sobrecubierta y faja, va acompañado de ilustraciones de Günter Grass y se completa con sendos textos (de Fernando Gómez Aguilera y Roberto Saviano). El primero hace algunos comentarios sobre las notas (sucintas) que también dejó Saramago mientras intentaba tirar una historia que nace de “una antigua preocupación: por qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas”. Corre el mes de agosto del año 2009 y el escritor sabe que está cercado por la enfermedad, pero tiene la esperanza de que quizá pueda escribir otro libro. Y tira del hilo para trazar una especie de fábula que entronca con otra historia menor que él cree está contenida en una de las novelas más famosas sobre la guerra civil española: “el gancho para arrancar la historia ya lo tengo y he hablado de él muchas veces: aquella bomba que no explotó en la guerra civil, como André Malraux cuenta en L’Espoir”.

Pocas semanas después confirma que esa anécdota no aparecía en la novela mencionada pero enseguida encuentra cuál será el remate de la historia, un sonoro “Vete a la mierda” por parte de Felicia, la protagonista femenina, pareja de Artur Paz, un pusilánime que trabaja para una fábrica de armas y no se permite ni un resquicio de duda sobre las consecuencias funestas del negocio del que lleva las cuentas.

Hace muchos años, en una conferencia en Barcelona poco después de recibir el Nobel, Saramago explicaba que las mujeres son sus personajes preferidos cuando alguien le comentó que solían tener mucha más presencia que los hombres en sus novelas. Y añadía socarrón que ellas son tan listas que hacen creer que están en la sombra cuando en realidad son las que toman las grandes decisiones mientras hacen parecer que sólo las secundan. En esta novela a medias se puede apreciar con claridad esa simpatía por Felicia, que ni aun tomando decisiones drásticas logra que su ya exmarido entienda la indecencia de su trabajo. Y esta es la pena más grande que provoca esta novela sin fin: no saber cómo seguiría empequeñeciéndose esa figura masculina al tiempo que se agigantaba ella.

Lo de menos es la anécdota que da origen a la historia. Dice Saramago en sus notas que “la dificultad mayor reside en construir una historia “humana” que encaje”. Y aunque va viendo la luz y encuentra vías por las que transitar, lo cierto es que la amenaza que se cernía sobre él acabó por truncar el proyecto.

Esta edición preciosa tiene el aliciente de que las ilustraciones de su “correligionario” Grass complementan de maravilla la elegancia de unas páginas compuestas en dos tintas, con esa elegancia de las páginas antiguas, con los blancos armónicamente medidos. El epílogo que propone Roberto Saviano, con esa aliteración en cada primer párrafo que arranca con “Yo también conocía a Artur Paz Semedo” para después mostrarnos a esas personas que se encuentran en encrucijadas en las que a veces lo más probable es tomar una decisión equivocada y tener que apechugar con las consecuencias.

Saramago era especialista en contar con palabras sencillas las historias de personas puestas en situaciones complicadas, para las que no había repuestas tajantes. Empezó a trenzar una más y estaba trabajando con ahínco cuando se quedó sin fuelle. En octubre de 2009 se mostraba confiado en que el libro saldría al público “el próximo año si la vida no me falta”. En febrero del año siguiente creía haber salido del atolladero el que estaba la narración por la indefinición de uno de los personajes. “Veremos si se confirma”, decía.

No pudo ser.