Dos cómics para recordar y soñar

Durante unas pocas semanas la película “Buñuel en el laberinto de las tortugas” atesoró muchas estrellas de la crítica y me temo que no demasiados espectadores, si bien resistió en pequeñas salas de Barcelona y Madrid. Al ver el tráiler supe que se ocupaba del rodaje de “Las Hurdes”, película mítica a la vez que maldita en la obra de Buñuel, y que dedicaba parte del relato a una de esas historias mínimas que siempre me han fascinado: el director consiguió financiación para el filme merced a una apuesta que cruzó en una noche de borrachera con un viejo amigo, muy querido en este blog.

Interesado en la película descubrí que partía de de un cómic y, después de varias vueltas, conseguí dar con él. Publicado por Astiberri hace diez años, poco tiene que ver el rotundo blanco y negro de las viñetas de Fermín Solís con los colores no menos intensos de la peli de Alvaró Simó. El estilo de ambos formatos es bien distinto pero retrata más o menos lo mismo: con la anécdota del premio gordo, que cayó en Huesca en 1932 y posibilitó que Ramón Acín cumpliera su promesa, el foco se dirige luego al director surrealista y “carnuz”, que se propone rodar un documental y termina elaborando una obra que todavía parece más surrealista.

Se ha hablado mucho de las trampas de atrezzo y preproducción que el equipo de Buñuel hizo en Las Hurdes, para que fuera más evidente que aquella era “tierra sin pan”. Hay varios reportajes que denuncian el afán manipulador del director y el mosqueo intergeneracional de los jurdanos con aquel que retrató a sus antepasados con tantas sombras y escasas luces. La película, incluso vista muchos años después de manera totalmente contextualizada, sigue epatando por su crudeza, por muchas añagazas que encierre.

El cómic de Fermín Solís es muy expresivo, desarrolla muy pocos hilos narrativos y mezcla historias documentadas fehacientemente (la cabra cae abatida por un peñascal, el burro untado en miel para que lo devoren las abejas) con sueños y fobias buñuelianas que proporcionan páginas estelares y regalan el título tan sugerente.

Ha casi veinte años, el poeta Ángel Petisme dedicó al “sordo de Calanda” un libro-disco repleto de los tópicos sobre Buñuel, que funcionaban muy bien en canciones pegadizas y con abundantes ecos surrealistas. “Érase una vez un hombre encadenado, que hizo estallar el mundo con los ojos cerrados”, decían los versos de uno de esos temas. Y al leer este cómic me iba acordando de aquellas letras, repletas de mensajes sugerentes, en la que se colaban las voces de Paco Rabal, Pepín Bello o Ángela Molina y los redobles de los tambores del Bajo Aragón.

Si las andanzas de Buñuel y Acín, por París primero, y luego por tierras extremeñas, dan para un cómic, las vivencias de Pablo Picasso en Francia y su anhelo por haber vivido otra vida dan para dos cómics, uno dentro del otro, que tiene más mérito. Publicado por Norma hace menos de un año, “son tres libros: un libro dentro de un libro dentro de un libro”. Así lo explica el autor en el siguiente vídeo.

Esta “ficcionalización de una posible vida de Picasso”, en palabras del propio Torres, es un prodigio de cómic para explicar un cómic que investiga los límites de la ficción y que, mediante la fabulación, nos permite elucubrar con las pequeñas vanidades de uno de los artistas más famosos de todos los tiempos. Acumulaba admiradores, fama y dinero pero arrastraba la frustración de no haber podido luchas en las trincheras para defender a su país del fascismo.

Por ello encarga a un dibujante español, también exiliado en Francia, que elabore un tebeo que recree su participación en la batalla del Ebro. Y antes de que podamos disfrutar de esas viñetas hechas a medida podemos asistir al proceso de creación del mismo, con su autor cruzando el sur de Francia en moto y explicando a su mujer por teléfono los avances del encargo.

Un ejercicio absorbente que le construye a Picasso un pasado a medida al tiempo que deleita a los lectores de hoy, siempre agradecidos a estas historias de tanta calidad gráfica como compositiva.  

Una marcianada

Durante años se mantuvo en BTV un programa sobre libros que se llamaba “Saló de lectura”. Lo dirigió Emili Manzano, que luego se fue con un invento similar al canal 33, una vez que en la tele local de Barcelona se cargaron aquella tertulia de locos por la literatura. En ambas cadenas estuvo como tertuliano habitual un periodista que hablaba en un castellano atropellado, fruto del montón de ideas que bullían en su cabeza, resultado a su vez de cientos de lecturas, producto todo de una curiosidad infinita y adobado con un entusiasmo que rápidamente trasladaba a sus contertulios y, por supuesto, a los espectadores. El presentador del programa empezaba a sonreír en cuanto Javier Pérez Andújar tomaba la palabra, y lo mismo hacían todos los que le rodeaban.

Cada programa era una fiesta y los espectadores intuíamos que aquello continuaba cuando comenzaban a pasar los créditos y todo fundía a negro. En algún bar de alrededor de la Via Laietana de Barcelona, donde estaban entonces los estudios de la cadena, seguro que seguían aquellas charlas en las que unos se quitaban la palabra a los otros. A Javier Pérez Andújar le brillaban esos ojos claros cuando una sonrisa enorme daba paso a una risa franca, mientras hablaba de tebeos, clásicos de la ciencia-ficción, autores franceses o historias de arrabal. De eso mismo escribió durante años en sus columnas de El País o El Periódico de Catalunya, y también fue el eje de los libros que ha ido publicando en los últimos años con Tusquets.

Hace poco cambió de editorial y publicó “La noche fenomenal” con Anagrama. Y ahí hemos tenido la certeza de que cuando se apagaban los focos seguía la charla en la barra de un bar. Y hemos jugado a descubrir quién se escondía en alguna de las identidades ficticias de los personajes que acompañan al Javier protagonista de esta historia tan inclasificable. El título del libro alude al nombre de un programa de televisión que recuerda sospechosamente al de los libros mencionado al principio. Con una diferencia sustancial, se ocupa de fenómenos paranormales, de psicofonías, viajes a dimensiones paralelas y otras majaradas que permiten que la narración transite por senderos que parecen surrealistas, por decir algo.

Cada capítulo arranca con un pareado como aquellos que encabezaban las viñetas de algunas historias del TBO. “Se conoce la pandilla y todo va de maravilla”, “Mientras el equipo delira, un amigo se retira”, “Lo que encuentran en el otro lado es un mundo derrocado”, “En busca de lo real se lanza a la carrera final”… Leídos todos juntos, los 22 capítulos generan un microrrelato en línea con los experimentos de Italo Calvino, pero aquí lo más divertido es ir, sin saber muy bien adónde.

El texto se va por las ramas cuando el autor lo considera oportuno. Igual introduce un párrafo sobre los diccionarios que una breve explicación de las pajaritas de hierro que adornan la calle Guipúzcoa de Barcelona o una digresión sobre los topónimos españoles que contienen la palabra medina o un homenaje a José Batlló, responsable de la librería Taifa.

Esta heteróclita mezcla de elementos envueltos en forma de novela de ciencia ficción se entiende bastante bien cuando se conoce un poco al autor, se ha viajado con él en sus recorridos por el extrarradio barcelonés y se comparte, siquiera de manera puntual, algo de ese imaginario que ha ido exponiendo en sus colaboraciones en la prensa catalana. Desde hace un tiempo aparece también de manera periódica en el programa “A vivir que son dos días”, de la SER. No sé hasta qué punto desconocer ese paisaje barcelonés puede hacer más árido este divertido recorrido por no sé sabe bien qué lugares, si del pasado, del presente, de este lado o del otro del “agujero”.

Esta marcianada, dicho sin ánimo peyorativo, se puede leer con las cejas fruncidas o la boca abierta. Con una sonrisa en la memoria o con un esfuerzo por intentar entender lo que quizá no tenga ninguna voluntad de ser comprensible. Es una invitación a una fiesta nostálgica. Es un canto a la amistad. Es un elogio de las ciencias imposibles. Es una gamberrada. O un ejercicio de estilo.

Qué más da.

Estampas del lodazal

A principios de los años 90 las vallas publicitarias que había en las autopistas que rodeaban Bilbao se llenaron de un mensaje sorprendente. Era algo así como “Pronto el País Vasco tendrá la independencia”. La tipografía del texto era la Rockwell y los más avisados podían intuir que aquello tenía que ver con un periódico, porque se podían ver las cuerdas con las que se solían preparar los paquetes (entonces abultados) de diarios. El único que tenía esa familia en su cabecera era El Mundo, fundado por Pedro J. a finales de 1989.

En sus primeros meses la edición vasca del diario más atrevido luchó por hacerse ver, en una tierra donde el consumo de prensa escrita (entonces no podíamos imaginar lo que había de venir) se equiparaba a los estándares europeos e incluso los superaba. El Mundo del País Vasco albergó una nómina de columnistas donde había firmas que venían de Egin, políticos de todo el espectro (que ahí ha sido siempre muy variado), textos en euskera… que convivían con los textos de Pilar Urbano, Francisco Umbral u otros que firmaban con seudónimo y evidente mala baba. Pedro J., Alfonso Rojo, Melchor Miralles, la citada Pilar Urbano fueron algunas de las estrellas de la cabecera que acudieron tanto a la facultad de Leioa como a escenarios emblemáticos de la capital bilbaína.

No recuerdo cuántos años duró el invento pero en plena Guerra del Golfo, más las investigaciones del GAL y los abundantes casos de corrupción del PSOE, aquella edición vasca de un periódico que luego ha sido tan beligerante con la periferia vivió años de éxito, que debieron de proporcionar dinero a sus dueños. En la carrera de Periodismo, cuando analizábamos quién era el propietario de los diferentes medios, siempre salía alguien explicando que entre los accionistas de El Mundo estaban Aute, Sabina y no sé cuántos artistas del lado “rojo” del espectro. Y siempre algún profesor replicaba que el autobombo del periódico olvidaba que también había abundantes prohombres de la derecha más santurrona.

En aquella época, como teníamos que comprar el diario para poder ir a algunas clases (parece mentira que tuvieran que recurrir a semejante añagaza para que adquiriéramos el hábito de leer la prensa a diario), nos turnábamos con las diversas cabeceras y leí el periódico de Pedro J., al que vi en acción en varias presentaciones. Me acostumbré a algunos de sus columnistas y me encantaba su diagramación y las ocurrencias gráficas para acompañar algunos temas. Eran jóvenes, frescos y atrevidos.

Hace muchos años que apenas lo hojeo de vez en cuando, cuando me lo encuentro en alguna feria o en el avión. Lo miro en la pantalla y me ratifico en mis prejuicios. Informa a sus convencidos. Ya no está Pedro J. Pero sigue titulando con verdadera mala hostia. Y es casi imposible no hacer clic, aunque sea para comprobar que el texto no está a la altura del titular.

Me he acordado de todo esto al leer vertiginosamente “El director”, publicado por Libros del KO hace pocos meses. Escrito por David Jiménez, que estuvo al frente del diario durante 366 portadas, lleva varias semanas en las listas de más vendidos. Deben de ser unos cuantos miles de ejemplares, por mucho que lo hayan pirateado y digan que circula por todas las redacciones del país en los grupos de Whatsapp de los periodistas.

“Secretos e intrigas de la prensa narrados por el ex director de El Mundo”, dice el subtitular de una cubierta muy loable (como casi todas las de esta editorial). El panorama que narra es desolador, pero no solo de la prensa sino de todo el país. Como se ha hablado mucho de él en todo tipo de medios, aunque sea para denigrar al autor y al libro, más que hablar del contenido merece la pena detenerse en muchas otras cuestiones, que también han sido abordadas en blogs de carácter más profesional. Y quizá expliquen mejor el libro que muchos de los chismes que aparecen.

¿Por qué la empresa propietaria de un periódico tan personalista decide que en la silla de Pedro J. se siente alguien como David Jiménez? Él viene a relevar al relevo del director-fundador, y lo traen desde Nueva York, donde estaba haciendo un máster después de dos décadas de reportero por Asia. Las sensaciones que describe Jiménez, sin contactos en la redacción ni relaciones estrechas con los poderes fácticos, son para recopilar como ejemplos en un manual de autoayuda.

¿Por qué un reportero accede a meterse en un despacho con 300 colegas heridos por diversos EREs y en medio de una crisis sin precedentes? El afán por hacer el periódico soñado en su juventud quizá explique semejante osadía, que Jiménez va narrando con una distancia que a veces parece impostada. Podía intuir que hay manos a las que no hay que morder o recados de las alturas que hay que atender, cuando se está al frente de un diario que se dice “independiente” pero casi siempre cojea de la misma pierna.

¿Cómo es que habla en clave y con apodos tan poco afortunados de jefes y compañeros de redacción? Si se decide a escribir semejante alegato (y eso es muy loable) podría haber apechugado con citar a los personajes por su nombre. Es fácil encontrar en la web a quién se refiere en cada caso, y ha sido una de las razones por las que más se ha considerado este relato como un mero “ajuste de cuentas”.

“¿Cuándo había empezado a joderse el periodismo?”, se pregunta en algún momento. Hay una respuesta, que da el propio Jiménez muchas más páginas después: “Sólo éramos relevantes para el establishment de la capital, en parte porque llevábamos décadas escribiendo sobre y para él. Y porque formábamos, aunque no quisiéramos reconocerlo, parte de él”. El problema no radica solo en el periodismo. Por lo se cuenta en esta crónica apasionada, el país está asentado sobre un inmenso cruce de favores, mordidas y cantidades ingentes de dinero que un día compran silencios y otro voluntades.

Es lo más desalentador de este libro que rezuma podredumbre. David Jiménez ha salido a defenderlo en muchos medios, que se lo han “comprado” encantados, como si lo que cuenta no fuera con ellos. Hay una entrevista muy interesante en Público y hay un ataque frontal todavía más clarificador en Crónica Global, un digital de derechas que está alojado en El Español, el proyecto actual de Pedro J.

Dos textos se entienden mejor juntos.

Hablen entre ustedes

Queda una semana para que se concreten las alianzas que tienen que sellar varios centenares de ayuntamientos en España, entre ellos los de las capitales más importantes. Han querido los votantes que sus representados tengan que hablar, ponerse en los zapatos del adversario, intentar ententes. Es una manera optimista de ver los endiablados resultados, donde las zonas de confluencia de partidos de un espectro similar quedan eclipsadas por los maximalismos con los que se atribuyen pureza de sangre y principios inquebrantables.

Desde el primer minuto en el que se concretó el escrutinio se habló de cordones sanitarios, de la imposibilidad de sentarse a hablar con quien no renegara públicamente de este o de aquel, se recordaron entrevistas en las que los candidatos hablaban como tales, sin pensar en el día siguiente, cuando tendrían que comerse sapos y tocar con los pies en el suelo. Se siguen deshojando las margaritas de los pactos en lo que parece un juego de niños.

Al ver, aunque sea con sordina, semejante guirigay me venía a la memoria un cómic excepcional titulado “Mandela i el general”, con texto de John Carlin y dibujos de Oriol Malet. Lo ha publicado Comanegra en catalán (que acaba de anunciar 2ª edición) y DeBolsillo en castellano, a partir de la edición original de Seuil Delcourt. Aquello sí que fueron palabras mayores. No había que poner cordones sanitarios, lo que había que hacer era romper cadenas forjadas a ciegas, en un país donde había reinado una dictadura racial y muchos anticipaban una revolución sangrienta.

Corrían los primeros años 90 y en John Carlin estaba en Sudáfrica como corresponsal de The Independent. Mandela había salido de la cárcel en febrero de 1990, después de 27 años encerrado en una celda minúscula que hoy se puede visitar, y parecía desmoronarse el régimen del apartheid. Décadas de gobierno atrabiliario de una minoría blanca sobre millones de ciudadanos negros que no eran lo primero pero a los que se les recordaba permanentemente que lo segundo sí era cierto, y que por ello estaban segregados hasta en los bancos del parque. Ante el cambio que se avecinaba se hizo fuerte un Movimiento de Resistencia Afrikaner (MRA), con una estética que recordaba a los nazis y una manera de actuar que era nazi: hay que eliminar al adversario.

Al frente de esta caterva de blancos que no querían perder sus privilegios de casta dominadora estaba el general Constand Viljoen, el del título de este cómic. Carlin, que conoció bien a ambos personajes, cuenta en poco más de 100 páginas ese proceso de acercamiento entre uno de los presos más famosos de la Historia y un militar que si hubiera podido asestarle un tiro lo hubiera hecho sin dudarlo. Ambos acabaron compartiendo espacio en el parlamento nacido de las elecciones de 1994. El Congreso Nacional Africano obtuvo 252 escaños, por los 9 del partido de Viljoen.

Y es precisamente el general el que soporta el peso de la narración. Los momentos icónicos de Mandela los conoce casi todo el mundo (en parte gracias a otro libro de Carlin, “Invictus”, llevado al cine por Clint Eastwood), pero mucho menos se sabía de ese militar que fue considerado un traidor por los suyos y que tuvo que rendirle honores militares a Mandela cuando éste fue nombrado presidente del país. Viljoen fue un valiente, que tuvo tiempo para arrepentirse de sus barbaridades del pasado y prefirió “humillarse” ante amigos y enemigos y así evitar ese baño de sangre que tantos vaticinaban.

Los dibujos de Oriol Malet, con un trazo muy expresivo y usando de una manera muy eficaz un reducido número de tintas, permiten que el relato avance a toda velocidad, como un documental en el que se van alternando imágenes públicas (la famosa salida de la cárcel de Mandela con el puño en alto y acompañado de Winnie, los atentados del MRA, sus convenciones con grandes banderolas tan parecidas a las de la esvástica…) con momentos privados (entrevistas entre los dos protagonistas alrededor de un te y un plato de galletas, reuniones secretas, momentos familiares). De vez en cuando aparece un recurso muy utilizado en los cómics, el de reproducir portadas de diarios en días señalados. Aportan verosimilitud y ubican cronológicamente lo contado, de manera irrefutable.

La apelación al diálogo, el deseo de restañar heridas, la voluntad de negociar, el propósito de mirar adelante para construir algo, la necesidad de acabar con las injusticias… permitieron que dos enemigos irreconciliables (a priori) se preocuparan por ponerse en el lugar del otro. Pudieron haber hablado sin siquiera escucharse pero fueron valientes y se prestaron atención. Como decía irónicamente John Carlin, hoy Sudáfrica es una democracia corrupta como tantas otras, pero Mandela y el general evitaron que además estuviera manchada de sangre desde sus propios fundamentos.