Creo que la primera vez que vi una mención a “Léxico familiar” fue en un curioso libro de Juan Tallón titulado “Fin de poema” (Al Revés, 2015) que se ocupa de las últimas horas de cuatro escritores que tenían en común haberse quitado la vida. Uno era Cesare Pavese. Para contextualizar esa decisión suprema del poeta italiano, Tallón recurría al mencionado libro de Natalia Ginzburg, una joya escrita en los años 60, unas cuantas décadas antes de que triunfara eso que se ha dado en llamar “literatura del yo”.
Pavese tuvo un papel fundamental en la vida de Ginzburg. Ambos compartieron muchas horas en la sede turinesa de la calle Re Umberto de la editorial Einaudi, entre cuyos fundadores estaban el propio Giulio Einaudi, Pavese y Leone Ginzburg, del que Natalia tomó el apellido cuando se casó y aparcó para siempre el Levi familiar, de claras evocaciones judías. Para saber más de esos episodios en torno a la editorial siempre es bueno echarle un vistazo a los textos que Tallón ha ido publicando, tanto en El País como en Jot Down.
He tardado en llegar al libro de Natalia Ginzburg porque nunca terminaba de dar con él, hasta que hace pocos días parecía estar esperándome en la estantería de “recomendados” de una biblioteca de Barcelona. Era la edición en catalán que publicó hace un par de años Àtic dels llibres. A su lado estaba en la versión original en italiano. Cuando días después se lo comenté a un amigo turinés con el que solemos recomendarnos lecturas, me dijo que se lo estaba acabando, que era un clásico en su país.
A medida que avanzaba en su lectura pude entender perfectamente esa condición de clásico. Las primeras páginas parecen introducirnos en el día a día de una familia burguesa del norte de Italia, en la que un padre de personalidad desbordante y carácter (como poco) irascible somete a su mujer y su numerosa prole a invectivas de todo tipo, comportándose de manera maniquea al discriminar a sus hijos entre el que le sigue en su pasión por el montañismo y el resto, que aborrecen cada verano tener que salir en los Alpes a caminar entre la nieve durante jornadas maratonianas. Para este profesor universitario, que por momentos se hace odioso, el comportamiento de su familia no hace más que provocarle comentarios sarcásticos, cuando no despectivos. Y todos parecen acostumbrarse a esas frases rimbombantes con las que cuestiona todo lo que se haga en la intimidad familiar, ya sea untar pan en la salsa, recibir visitas, hablar con las criadas o explicar las notas obtenidas en el colegio.
Esas invectivas forman parte del léxico familiar que da título a este peculiar compendio de memorias familiares, crónica histórica de la Italia de Mussolini y diario personal de su autora, con opiniones íntimas que muchas veces parecen quedar encorsetadas por ese temor reverencial a que el padre, aunque fuera desde la ultratumba, pudiera enmendarlas con uno de sus dardos.
Casi desde el principio, la agitada vida italiana de principios del siglo XX se cuela en el día a día de la familia Levi, que ve tambalearse su posición relativamente acomodada a medida que el antisemitismo y el fascismo se van adueñando de amplias parcelas de la sociedad. No era el mejor momento para ser judío y antifascista. La madre es el personaje que más crece en estas circunstancias, en las que tiene que acostumbrarse a acudir a la prisión para surtir de comida y ropa interior a los familiares que van cayendo víctimas de la nueva y negra realidad. Sus hijos empiezan desperdigarse, alguno se exilia en París y hasta allí acude el matrimonio, donde el padre vuelve encontrase territorio abonado para sus jeremiadas.
La narradora va adquiriendo un protagonismo que va más allá de sus recuerdos y, como ya hemos dicho más de una vez, las cosas afortunadamente le ocurren a quien tiene el don de contarlas, vamos asistiendo a un momento trascendental de la historia reciente de Europa mientras creemos que leemos sobre lo que ocurre en las sucesivas donde vivió la familia de la autora. Es difícil no evocar, al leer a Natalia Ginzburg, cuál es ese léxico familiar que a todos nos acompaña y en el que basta una frase, una entonación, para que nos venga a la memoria el momento preciso en el que se dijo y recordemos con nitidez absoluta quién lo decía y en qué circunstancias.
Son esas palabras que nos configuran y que sirven de asidero para anclar unas relaciones que no tendrían dónde apoyarse, fuera de la complicidad que genera el mero hecho de mencionarlas. Hay muchos ejemplos a lo largo del texto, más allá de las diatribas que utiliza el padre para escarnecer a todos los que lo rodean, pero hay una que me llamó la atención por su frescura y porque, en su inventiva, describía a la madre de la narradora mucho mejor que media docena de páginas. Cuando se encontraba melancólica, solitaria y malhumorada (muchas veces por culpa de alguna indigestión) decía ser víctima de “alquitranància”, y lamentaba no tener una enfermedad “más bonita”.
Por esas casualidades que propician, precisamente, las mesas con recomendaciones de las bibliotecas, me encuentro al dejar el de Ginzburg con un librito que entronca, en cierto modo, con él. Pertenece a los “Nuevos cuadernos Anagrama” y se devora en un santiamén. Escribe David Trueba los recuerdos del piso del barrio madrileño de Estrecho donde creció, en una familia numerosa de ocho hermanos que vivió momentos de tristeza infinita (dos de ellos murieron jóvenes) pero en donde también es omnipresente la figura de la madre, con una fuerza que ni las desgracias lograron doblegar.
Tituladas “Ganarse la vida”, casi lo único que se puede reprochar a estas memorias apresuradas es que sean tan cortas. Escasamente 60 páginas. Pero suculentas. Ahí se atisban algunas de las historias que Trueba ha ido desarrollado en sus exitosas novelas, se entiende perfectamente el punto optimista que cultiva el autor en sus textos en la prensa, esa mirada lúcida que siempre parece dispuesta a entender a los demás. Todo el texto está impregnado de una generosidad en la que es muy reconfortante sentirse representado.
Y el lector se siente agradecido ante esa generosidad con la que otros nos ayudan a poner orden en nuestros recuerdos mientras vemos cómo lo hicieron ellos.