Increíble pero cierto

Hacía mucho tiempo que no me enfrascaba en la lectura de un libro con la intensidad con la que he devorado “Els nois de Hidden Valley Road”, publicada por Periscopi hace unos meses. Firma el texto el periodista Robert Kolker y la traducción al catalán es de Marc Rubió, que creo que ha hecho una gran labor para trasladar los tecnicismos médicos que obligatoriamente menudean en un libro como éste.

Es un enorme reportaje periodístico (más de 500 páginas) pero por momentos se lee como si fuera una tragedia griega, con la emoción que provocan las novelas llamadas a perdurar. La acción (porque hay mucha) transcurre desde mediados del siglo XX hasta ayer mismo y la protagoniza una familia americana que podría aparecer en uno de esos cuadros míticos de Norman Rockwell, con todos sus integrantes alrededor de la mesa mirando al pavo en el Día de Acción de Gracias. El marido es un hombre de éxito que llega a asesorar al presidente de los Estados Unidos en materia militar, la mujer deja atrás una posición familiar confortable en lo económico y sigue a su marido en distintos destinos militares, mientras van aumentando su descendencia. Doce hijos llegan a tener, la mayoría varones. Y aquí aparece el fatum.

Seis de ellos son diagnosticados de esquizofrenia y la maldición que parece abatirse sobre la familia es como una condena diferida para aquellos que no manifiestan síntomas. El trastorno mental desencadena todo tiempo de consecuencias en el hogar, fácilmente imaginables: brotes de violencia, reacciones encontradas entre los hermanos, huidas en busca de paz que pueden entenderse como un refugio ante esa locura que parece contagiosa, dudas de los progenitores sobre cómo afrontar semejante montaña rusa emocional y, al mismo tiempo, otras historias se desarrollan en los diferentes hogares que los hijos “sanos” intentan levantar mientras se esconden de la hidra.

Robert Kolker, después de una investigación que debió de ser más que ardua, decide contarnos esta historia mientras en paralelo nos introduce en la investigación de la esquizofrenia desde que alguien decidió darle este nombre. Y nos llama la atención sobre la singularidad de esta familia y las oportunidades que abría a la ciencia un conjunto de personas con semejante carga genética compartida y que habían convivido durante años en un circulo muy semejante. Que seis de los doce hijos de Don y Mimi Galvin sean diagnosticados de un trastorno donde no estaba claro si tenía una raíz eminentemente genética o, por el contrario, estaba influido por razones culturales y ambientales abre una ventana de oportunidades a los investigadores, que se ven beneficiados además por la predisposición favorable de casi todos ellos a formar parte de unos estudios que abarcarían décadas, si es que hoy se pueden dar por finalizados.

El periodista intercala con habilidad esa historia familiar (con episodios verdaderamente dramáticos) con pinceladas científicas que muestran los avances (y estancamientos) de los investigadores que tienen acceso a esta peculiar familia. Y ahí también, en ese relato de tono más científico se producen situaciones que un buen guionista cinematográfico hubiera tenido que descartar por poco verosímiles.

No hay tregua en la lectura, como los capítulos no son demasiado largos y pronto los lectores se familiarizan con los nombres y apodos de una saga tan extensa es casi imposible dejar de pasar páginas, casi conteniendo el aliento porque los giros en el relato son tan frecuentes como inesperados. Creo que en alguna entrevista o reseña (porque el libro ha recibido críticas entusiastas) alguien destacaba la cantidad de años que Kolker había dedicado a esta obra. Debe de ser el sueño de muchos periodistas, encontrar una veta como esta y buscar el filón. La maestría de Kolker a la hora de poner orden en semejante alud de información y hacerla digerible para un público no especializado es lo que, por momentos, puede llegar a confundir, porque parece más obra de la imaginación que producto de una investigación escrupulosa de datos contrastados: tantas historias menores que se van cruzando (como la de los filántropos que hicieron posible algunas de las investigaciones más prolongadas en el tiempo) o la de la hermana abnegada que no quiere rendirse ante ningún contratiempo o la del pasado extraño el padre, un hombre de éxito que tuvo la suerte de vivir acompañado de una mujer de moral hercúlea o la de esta misma esposa y madre que…

Es imposible no encadenar una historia con otra y revivir algunos de los momentos cumbre de este libro inolvidable que parece increíble y no sé si, desgraciada o afortunadamente, no lo es en absoluto.

Volver a respirar

Los letraheridos tenemos la bonita costumbre de, antes de acabarnos un libro que no está gustando, pensar en quién sabrá disfrutar de ese placer compartido. Una amiga me pasó la última novela de Miguel Ángel Hernández, “Anoxia”, publicada hace poco por Anagrama. “Ya me dirás”.

El tema es a priori un poco heavy. La fotografía post mortem, que tanto predicamento tuvo hace muchas décadas sirve de excusa a Hernández para montar una trama muy bien construida a partir de un narrador omnisciente que posiblemente sea el elemento más cuestionable del artefacto.

La novela tiene ese punto mágico que enlaza con la esencia misma de la fotografía. El ojo perspicaz de la amiga que me lo recomendó lo detectó de maravilla. Los personajes van ganando nitidez como si pasaran por las diversas cubetas del revelado y las dos o otres historias que se entremezclan van saliendo a la luz (roja, si atendemos a la sala oscura) y se fijan en el papel con la misma seguridad que debe tener el fotógrafo para decidir el encuadre y atrapar el instante.

Esos instantes del pasado son los que pesan como una losa sobre la historia en presente de una fotógrafa viuda y un misterioso anciano que acude a ella para proponerle un curioso encargo. Y el relato avanza fluido mientras se enriquece con los matices que proporcionan una serie de personajes secundarios que en, en un momento dado, quedan fuera de campo.

Esta novela aparentemente sencilla ha llevado a su autor numerosas reescrituras, como explicaba en una entrevista muy recomendable en Letras libres, en la que también argumentaba por qué se decidió a no incluir algunas imágenes de personas fallecidas, como las que puntean la relación entre Dolores y Clemente, los dos protagonistas principales. Consigo dominar la tentación de acudir a internet para buscar estos ejemplos, en línea con las razones que manifiesta Hernández: “tiene más fuerza lo que no se ve”.

“Anoxia”, además de una novela bien trabada, es todo un ejercicio literario en torno al duelo, tantas veces abordado en la literatura, y muy bien sustentado aquí con la argucia de la foto post mortem. Los encargos que le llegan a Dolores le permiten enfrentarse a la culpa que la atenaza desde que su marido muriera en un accidente de moto. Hay poco spoiler en esta frase porque enseguida en la narración se conocen estas circunstancias aunque los motivos que condujeron al fatal desenlace se van descubriendo con cuentagotas.

La química del “liquido narrativo” va actuando también en el duelo que arrostra Clemente, viudo que dejó en Francia a un hijo con el que no tiene contacto. Ambientada en la costa murciana, espacio poco frecuente en la narrativa actual, esa dificultad que evoca el título tiene mucho que ver con las muertes masivas de peces después de una serie de tormentas dantescas que han venido a rematar la infausta acción humana.

Los problemas para respirar son otro de los señuelos que el narrador va diseminando a modo de pistas para que a los lectores les quede claro que el sentimiento de culpa puede ser tan asfixiante como la falta de oxígeno.

Narrar esta historia en primera persona por parte de Dolores quizá le hubiera otorgado al relato un plus de cercanía, le hubiera dado otro aire. Pero, como me decía la amiga que me hizo la recomendación, “Anoxia” podría haberse convertido en una más de esa pléyade de esas novelas autorreferenciales protagonizadas por mujeres que son omnipresentes en las mesas de novedades de las librerías.