Viajar sin vapor y sin velas

“Qué maravilloso es tener buenos amigos al timón de hermosos veleros diseminados por todos los puertos de los océanos del mundo”. Palabras de Titouan Lamazou, viajero y artista que expone en una web el resultado de esa doble faceta: sus recuerdos de visitas a los cinco continentes, sus dibujos de aquellos viajes. Es uno de los descubrimientos que me ha procurado un libro precioso que me regaló una persona muy querida con la certeza de que iba a gustar.

Este “libro de libros” ha aguantado estoicamente casi un año y ha sido el confinamiento el que ha posibilitado su necesidad de ser leído, disfrutado. En la línea de esos libros de los que hablábamos el otro día, los que permiten viajar sin moverse del sillón, reúne una experiencia viajera muy especial, de aquellos que registraron en imágenes su periplo por los lugares más diversos, aquellos que abrieron los ojos y la mente a sus contemporáneos enseñando su buena traza con los lápices, su generosidad para hacer partícipes a sus semejantes de las maravillas que descubrían. El libro en cuestión se titula “Cuadernos de viaje”, lo firma Farid Abdelouahab y lo publicó geoPlaneta en 2006.

Quiso la dicha que comenzara la lectura de sus páginas tan bellamente ilustradas al tiempo que atacaba el ensayo de Juliana Gonzalez-Rivera sobre la invención del viaje. Ella hablaba de James Cook y en el otro libro me encontraba con los dibujos que hicieron los artistas que le acompañaron en sus tres viajes. El tantas veces reproducido grabado de un jefe maorí que hicieron Parkinson y Chambers a finales del siglo XVIII o las acuarelas que muestran fauna antártica, neozelandesa o sudafricana, que por todos esos parajes anduvo Cook.

Algo parecido ocurre con la epopeya de Alexander von Humboldt, que recorrió durante años América, de sur a norte, y que volvió a Europa cargado de experiencias, dibujos y todo tipo de muestras vegetales y animales. En una carta a su hermano le confesaba su temor “a perder el juicio si esta maravilla no toca pronto a su fin” y aquí se reproducen algunas páginas de sus cuadernos, con una caligrafía cuidadosa al lado de dibujos precisos de los peces que se iba encontrando en su recorrido Orinoco arriba.

Imagen procedente del Pinterest de la Revista Ñ, del diario Clarín

Son dos de los nombres más conocidos, en los capítulos dedicados a “descubrimientos y grandes travesías” y a viajes “científicos y aventureros”. En otras secciones de este libro inacabable hay “cuadernos de viaje de artistas modernos”, con estampas marroquíes de Delacroix, unas poco conocdisas estamaps holandesas de Picasso o la visita a París de Edward Hopper. Hay también “cuadernos académicos”, con los dibujos que hizo Turner en su viaje a Francia o los que elaboraron los hermanos Goncourt cuando marcharon hacia el sur, a extasiarse con las bellezas italianas.

Por las más de doscientas páginas de este libro desfilan muchos viajeros y artistas para mí desconocidos, que en muchos casos estuvieron entre los primeros occidentales que hollaron África, el desierto antártico, Indochina o la India. En unos casos es la factura técnica, en otros los detalles que llaman la atención del viajero y en otros el deslumbramiento que provocaban los descubrimientos.

Dibujos extraídos de la web titouanlamazou.com

El último capítulo se centra en unos “cuadernos contemporáneos” que llegan hasta nuestros días, donde el punto de vista cambia radicalmente, las técnicas artísticas también pero sigue habiendo unos territorios con un poder de atracción excepcional: el cabo de Hornos, la Amazonia, Portugal, el sur de la India. Aquí aparece Titouan Lamazou, que vive esa experiencia viajera 360º a la que aludía también Juliana Gonzalez-Rivera: con una web en la que sigue el viaje, se expone la obra generada en las tierras visitadas, se anuncian viajes futuros y hay hasta una tienda que proporcione financiación para seguir viajando, para seguir dibujando.

Una cita de Baudelaire encabeza el índice de este libro fascinante. Pertenece a un poema de “Las flores del mal” titulado, obviamente, “El viaje” y expresa ese deseo de “viajar sin vapor y sin velas para aliviar el tedio de nuestros calabozos”.

Así nos hallamos.

Viajar sin salir de casa

Viajar para salir del confinamiento. Viajar aunque sea a través de la lectura. Viajar para descubrir cuándo empezaron a escribir los que viajaban. Viajar, en definitiva, en compañía de aquellos que han hecho del viaje un motivo de análisis. Por múltiples razones. Son semanas de quietud, en las que se suceden imágenes de playas vacías, peajes desiertos y hasta fotos de la ruta a la cima del Everest sin gente, pero no sin basura; son días en los que empezamos a vislumbrar que nos tomará un tiempo volver a viajar, precisamente por culpa de otro viaje, el periplo indeseado de un virus que se ha colado hasta la cocina.

Y en esas circunstancias recurro a lecturas que me ayuden a salir de estas cuatro paredes, voy alternando varios volúmenes en los que el viaje es protagonista, y entre ellos se van complementando. Hace unos meses apareció en Alianza un ensayo firmado por Juliana González-Rivera de título muy evocador: “La invención del viaje”. La ilustración de la cubierta entronca con esas narraciones clásicas que surcan los mares y trasladan a los lectores a parajes exóticos. Imposible no relacionarla con “Moby Dick”, los viajes de Colón, los relatos de Stevenson, “El corazón de las tinieblas”, el periplo del Beagle y tantos otros textos con muchos siglos a sus espaldas. El libro lleva el subtítulo esclarecedor de “La historia de los relatos que cuentan el mundo” y su autora se luce en este cometido, que ocupa la segunda parte de su obra y va demostrando de manera cronológica la certeza del aserto con el que arranca el capítulo: “No existe la escritura inmóvil. Es imposible. […] Si la escritura es movimiento, es necesariamente viaje”. Y comienzan a sucederse los relatos que están en la base de nuestra civilización, y que con curiosas variantes, son comunes a las distintas culturas, hasta conformar la base de la condición humana. Si el “Libro de los muertos”, que puede ser considerado como una guía del viaje al más allá, o “El poema de Gilgamesh” están en el origen, enseguida van apareciendo las penurias de Ulises antes de volver a casa, las narraciones de Heródoto, las sagas islandesas, los itinerarios que recogían las vicisitudes de los peregrinos cristianos antes de llegar al “Libro de las Maravillas” de Marco Polo. La autora del ensayo argumenta cómo la lectura de la crónica del mercader veneciano está en el origen del descubrimiento de América, ya que fue uno de los libros que pusieron a Colón sobre la pista de unas Indias a las que se tenía que poder acceder de una manera más directa.

Las crónicas de los descubridores dieron paso luego a las investigaciones de los científicos, ya fueran sabios de talla excepcional como Alexander von Humboldt (interesado por todo los que ocurría a su alrededor, estuviera donde estuviese), naturalistas como José Celestino Mutis o curiosos llamados a revolucionar la historia del saber, como Darwin. En este ambicioso viaje por los viajes que nos han traído hasta aquí hay un recuerdo también para esa mezcla de ambición y curiosidad que permitió al hombre blanco adentrarse en África, ya fuera para admirarse con sus bellezas naturales o para amasar fortunas a costa de las riquezas que atesoraba. Y se habla de piratas (hombres y mujeres), del Grand Tour con el que muchos jóvenes de familias bien viajaban por Europa o se cuentan algunas anécdotas de aquellos viajeros que ayudaron a escampar la “leyenda negra”, como tantos de esos cronistas que muchas veces se limitaban a consignar lo que los lectores esperaban encontrar.

El libro llega hasta la actualidad, aunque ya de una manera mucho más tenue, enumerando viajeros pero sin entrar en detalles, anticipando lo que pueden ser los relatos del futuro más cercano, esos que ya se están construyendo hoy mismo, merced a blogs y otras herramientas que permiten un relato de eso que ahora llamamos 360º, con fotos, audios, mapas, localizaciones GPS y casi hasta olores.

Al final del libro, la autora habla sobre las fuentes y llama la atención sobre los estudios que hicieron posible la tesis doctoral que sirve de base. Así se entiende mejor el abundante aparato teórico, la profusión de citas, la enumeración de autores que se suceden en el primer capítulo, titulado “El viaje como universo”. La gran cantidad de notas, sabiamente llevadas al final, y la numerosa bibliografía recopilada convierten a este libro en una magnífica fuente secundaria, a la que recurrir con frecuencia.

Es una invitación a viajar y, sobre todo, a seguir abriendo libros de viajeros. En ello estamos.

La novela que no leeremos

Debió de ser uno de los últimos actos que hubo en Barcelona antes del confinamiento. El propio president Quim Torra, cuya presencia estaba anunciada, delegó en el último momento en la consellera de Cultura y la explicación fue un escueto “por el tema de la epidemia”. Pasarán todavía semanas antes de que se pueda volver a reunir un centenar largo de personas en una sala tan recogida como la de la Fundació Tàpies, que el 11 de marzo fue escenario de un homenaje al escritor Jesús Moncada.

¿El motivo? Que la revista Sàpiens le había dedicado su número de marzo, con imagen en portada, varios reportajes y, lo que es mejor, la reproducción de tres capítulos de la novela en la que estaba trabajando cuando enfermó y murió, hace ya quince años. Este número especial, muy especial, se puede atisbar en la web de la revista, pero es muy placentero tenerlo en papel, hojearlo, disfrutar con la maquetación y hasta con el acabado de un ejemplar para coleccionar, que reproduce en un papel sepia de textura diferente los tres capítulos de “Dante S.A.”, esa novela inacabada.

En el acto celebrado en la Fundació Tàpies, que fue sede en su momento de la Editorial Montaner i Simón, se habló precisamente de que en aquel edificio trabajó Moncada como maquetista e ilustrador durante trece años. Había dejado su Mequinenza natal para tratar de dar rienda suelta en Barcelona a su sueño de convertirse en pintor y se encontró con el desinterés de las galerías a las que ofreció su obra. Tuvo en cambio la dicha de ser tutelado por algunos mequinenzanos asentados en la capital catalana, entre ellos Edmon Vallès, y así recaló en la veterana editorial, hoy desaparecida.

Allí coincidió con Pere Calders, que fue quien le animó a escribir más relatos. Y le hizo caso a su paisano Vallès, que fue quien le incitó a escribir en el catalán que se hablaba en su pueblo. “Però el català… es pot escriure?”, dicen que preguntó Moncada, poco convencido de que la lengua ridiculizada que se hablaba en Mequinenza tuviera posibilidades literarias. Esta anécdota aparece en la revista Sàpìens, y la recordó en el acto de homenaje otro escritor ilustre, Jaume Cabré. La recoge también Magí Camps en esta crónica jugosa de La Vanguardia.

Durante más de una hora, el público que abarrotaba la sala vio desfilar al propio Cabré, a Xavier Moret (viejo amigo de Moncada), a Xavier Antich y a un trío de actores que arrancaron varias carcajadas con las lecturas dramatizadas de textos del propio Moncada. Se habló de todo un poco, nos reímos bastante y añoramos mucho a aquel escritor que destilaba un humor tan personal para hablar del pueblo y las gentes de su infancia y juventud, en una lengua riquísima que hizo de él un “escritor rural”, a tenor de esos críticos que oponían sus libros y los de Maria Barbal o Pep Coll a los que escribían autores más “urbanos”, en la línea de Quim Monzó. Éste cultivó una “conya” muy suya durante años, cuando se tropezaba con Moncada y se intercambiaban saludos recordándose sus condiciones respectivas.

En el recomendable ejemplar de Sàpiens sale todo esto a relucir, como salen también fotos de Mequinenza hechas por el propio Moncada y se reproducen algunas obras pictóricas de ese artista que no triunfó con los pinceles pero se hizo acreedor de muchos premios gracias a sus cuentos y novelas.

Los lectores seguimos lamentando esa novela (ahora sí, urbana) que no pudo ser. Los capítulos publicados en exclusiva por Sàpiens son al mismo tiempo un regalo y la constatación de una pérdida. Un lujo de revista.

Esperando a Puig

Vuelvo a encontrarme con Manuel Puig en la mesa de intercambio de libros de una biblioteca. Es un autor sobre el que leí reseñas fantásticas pero nunca me lo encontré de bruces en una librería. Sin embargo, antiguos lectores se van desprendiendo de sus libros y permiten que, aunque tarde, los nuevos podamos acceder a esas novelas complejas, rompedoras en su tiempo, con una visión bien distinta a la literatura que venía de América en pleno estallido del boom.

Va para cinco años cuando hablé aquí de otra novela de Puig. Acababa de leer en una biografía de Marsé que se había generado cierta controversia en un premio literario entre el escritor del Guinardó y el argentino, con otra novela que tenía resonancias cinematográficas: “La traición de Rita Hayworth”. Y yo descubrí a Puig gracias a “Boquitas pintadas”, de la que me gustó el artificio sobre el que se asienta la trama. Y me quedé con ganas de seguir leyendo a este novelista impregnado de cine.

Ahora he leído “El beso de la mujer araña” en una edición de 1987, aunque la novela se publicara por primera vez en 1976. Es uno de los volúmenes de la colección “Maestros de la narrativa hispánica” de Círculo de Lectores, en donde tuve ocasión de ir formándome como lector con García Márquez, Roa Bastos, Cela… Treinta años después me encuentro con uno de esos ejemplares, que conserva todos los rasgos de la colección: la sobrecubierta, el mensaje del autor en una especie de postal encartada, la introducción a cargo de otro autor destacado (en este caso, Pere Gimferrer) y un epílogo con la vida y obra del escritor.

Este ejemplar llevaba varios meses esperando en la pila de libros por leer y ha sido el confinamiento el que ha posibilitado que asomara la cabeza, al reorganizar las lecturas pendientes. La novela tiene algo que ver (o quizá sea la obsesión que provoca esta imposibilidad de salir de casa) con esta reclusión en la que llevamos inmersos más de dos semanas. Dos presos en una cárcel argentina entablan conversaciones que los ayuden a sobrellevar los días tediosos. El cine es el tema recurrente de esas charlas interminables, con películas que se alargan en sus recuerdos, perdiéndose en detalles, añadiendo matices de cosecha propia. Estos dos presos son bien diferentes: un homosexual detenido por escándalo público y un activista político del que el director de la prisión quiere conocer a sus compañeros.

En estas charlas interminables rememorando películas (el título de la novela es también el de uno de los filmes recreados) los dos protagonistas se van mostrando mucho más allá de lo imaginable. Traiciones, descubrimientos, debilidades, camaradería, recuerdos, aspiraciones… se despliegan en paralelo a los argumentos de las películas, que el autor pespuntea con unas notas a pie de página tan freudianas y eruditas como sorprendentes, por lo que tienen de contrapunto a lo expuesto por los dos presos.

No se puede decir nada más sin desvelar algunos de los momentos álgidos de esta novela extraña, por momentos angustiosa. En la introducción antes citada de Gimferrer se desvela todo, hasta el desenlace. Hay también lecturas mucho más políticas, como ésta, y también una versión cinematográfica con un reparto de campanillas que hoy muchos no reconocerán: William Hurt, Sonia Braga y Raul Julia. No sé en qué mesa de bookcrossing estará esperando Manuel Puig. Me queda por leer la mencionada “traición de Rita Hayworth”, para que se vaya cerrando el círculo. A ver cuándo volvemos a toparnos.