La ciudad de los niños asombrados

No sé cuánto tiempo hubiera tardado en llegar a “Luciérnagas”, la novela de Ana María Matute, si no hubiera sido obra propuesta para ser leída por los alumnos de Secundaria y Bachillerato en Cataluña. A pesar de que está ambientada en la guerra civil y de que seguramente parte de las vivencias personales de la propia autora, es una obra que no suele aparecer en la bibliografía canónica sobre el conflicto.

Una de las razones de esa omisión, como les ha pasado a otras historias en las que podía apreciarse cierta ausencia de compromiso (en el sentido de que no había una denuncia sin paliativos del bando golpista y sí se podían inferir críticas a los que acabarían perdiendo la guerra) es que pudiera ser vista como una historia complaciente con los franquistas. La novela fue finalista del premio Nadal en 1949, con los rescoldos todavía humeantes después de una guerra devastadora y una posguerra mundial de tono apocalíptico. Su autora tenía 25 años entonces y es inevitable intuir en Sol, la protagonista de la novela, algunas de las circunstanciales vitales de la propia Matute, nacida como ella misma reconocía “en una familia acomodada” que despertó a la realidad con el estallido de la guerra.

Y a pesar de que no pueda ser considerada una obra comprometida con el descompuesto bando republicano (cuya atomización barcelonesa tuvo que conocer Matute de primera mano) lo cierto es que la censura fue implacable con ella. En la cuidada edición que ha hecho Cátedra, a cargo de Maria Luisa Sotelo, aparece un extracto del informe del censor de turno, que se debate entre la calidad literaria de la novela y la poca fidelidad que demuestra a los principios del Movimiento que tanto inmovilizó a este país: “novela de gran valor literario, del género realista, o más bien, tremendista; demoledora de la fe y de la esperanza humanas”. Así comenzaba el oscuro funcionario su labor demoledora, que continuaba argumentando: “domina un sentimiento antirreligioso (…) jamás se cita un nombre santo en términos apologéticos (…) políticamente, la novela deja mucho que desear (…) la obra resulta destructora de los valores humanos y esenciales”. Y todo ello, sin desdoro de que el atribulado Torquemada reconocía “la enorme fuerza descriptiva que ha sabido imprimir la autora a lo largo de toda la obra”.

La novela llega a mis manos gracias a la adolescente lectora que tengo en casa. Después de ir acumulando algunas decepciones en los títulos que se veía obligada a leer en el instituto, apareció un día exultante diciéndome algo así como “ahora sí, hemos empezado una novela que está muy bien”. Y durante unos pocos días la veía continuamente en el sofá, casi aferrada al volumen negro de la colección “Letras hispánicas” de Cátedra. Por su cara la veía sufrir al tiempo que lo hacían Sol, Cloti, Eduardo, Cristian, Pablo… y los demás personajes de esta historia ambientada en la guerra pero que es sobre todo el relato de la pérdida de la inocencia.

Esos adolescentes que pasan sin solución de continuidad de la niñez a la edad adulta, viendo cómo se desmorona el futuro delante de sus narices, acumulando pérdidas, son casi siempre un material literario muy interesante. La juventud de su autora al trasladar al papel lo que había vivido bien de cerca y su condición femenina debieron de pesar en el momento de valorar la novela. Algunos de sus compañeros escritores y los popes de la crítica del momento le afeaban su compulsión adjetivadora.

Y esa es precisamente una las claves para que despierte el interés de los jóvenes lectores. Al comentarlo con la estudiante que me la ha recomendado me reconoce que tiene algo que le recuerda a “Marina”, la novela de Ruiz Zafón ambientada en Barcelona absolutamente sazonada de adjetivos y con esos paisajes repletos de sombras y soledad. Ana María Matute describe con precisión esa ciudad desolada por las bombas, atenazada por el miedo, por la que se pasean patrullas de incontrolados mientras las colas se hacen eternas allá donde pueda haber un chusco de pan que cambiar por algo de valor.

Esa Barcelona destruida, desprovista del ardor guerrero de los que creen que pueden defenderla ante el avance franquista, recuerda en buena medida a la que se muestra en “Incerta glòria”, la novela de Joan Sales que en clave epistolar también retrata una ciudad sometida al desmadre mientras camina ufana al desfiladero de la derrota. Y es inevitable, leída setenta años de haber sido escrita (aunque no se publicara hasta 1955 y la autora reconociera como más ajustada la versión aparecida en la década de 1990), ilustrar los paisajes que se evocan con las imágenes que pudieran tomar Centelles, Brangulí y los demás fotógrafos que atraparon desde el júbilo inicial de los resistentes a la alegría final de los ocupantes.

Ana María Matute decía pertenecer a la generación de los “niños asombrados”, por esa perplejidad con que descubrieron la maldad humana. En los devastadores párrafos finales de esta novela, que no ahorra ninguna desgracia, dice en voz baja la protagonista: “es extraño que vivamos”. Corren los últimos días de enero de 1939 y la historia ha surcado entera toda la guerra en Barcelona. Las tropas mandadas por Yagüe están a punto de entrar por la Diagonal y la narradora dice: “la ciudad de los huidos, despojada y patética, dolorida y llena de esperanza, les aguardaba”. A los franquistas, y a los protagonistas de esta novela.

Pero todavía quedaba una bala.

Una biblioteca llena de tesoros latinoamericanos

Acaba de inaugurarse en Barcelona una biblioteca espectacular que lleva el nombre de Gabriel García Márquez. Está en un barrio obrero, encajonada entre unas manzanas sobre las que resplandece gracias a amplias cristaleras y una peculiar división de pisos que se encabalgan unos sobre otros.

El día de la inauguración se entremezclaban todos los acentos americanos posibles y había un desfile de cientos de personas que se encontraban por las escaleras y todos parecían conocerse. Había criaturas por todas partes, y madres abnegadas que buscaban los cuentos y álbumes más adecuados para cada franja de edad. En una esquina, una estantería aparatosa estaba consagrada a un ilustre del barrio: Francisco Ibáñez, el creador de “Mortadelo y Filemón”. En la zona de cómics, en otra esquina más modesta se recordaba a otro dibujante y vecino, menos célebre pero más beligerante: Carlos Azagra.

La nueva biblioteca, poco antes de ser inaugurada (imagen extraída de la web del Ajuntament de Barcelona)

Y en una biblioteca con ese nombre una de sus secciones destacadas es la dedicada a los autores latinoamericanos. Están los del boom, por supuesto, pero hay mucho más donde elegir y hay muchas voces que escuchar. Y lo que es más interesante, muchas voces femeninas.

No sé de dónde viene el libro que tomo prestado en la biblioteca, pero a pesar de su aspecto impoluto y de estar en una biblioteca que recién abre sus puertas, alguien ha pasado por sus páginas y, lo que es más interesante, ha ido haciendo marcas y subrayados. A medida que avanzó en su lectura esa necesidad de señalar párrafos fue atenuándose y desapareció del todo bastante antes del final. Algo tendría que ver, seguro, que algunas ideas aparecen de manera reiterada y que los nombres de los referentes de la autora, y hasta algunas anécdotas, se repiten. Suele ocurrir cuando se recuperan textos y ponencias de un autor a lo largo de varios años cuando se le requiere para hablar siempre de lo mismo.

El libro es uno que localicé después de escudriñar durante un buen rato. Y que desconocía dentro de la bibliografía de Leila Guerriero. La periodista argentina recopiló diversas reflexiones en torno al oficio de escribir, y sobre todo, alrededor de la crónica como género periodístico. El volumen lo publicó Círculo de Tiza en 2014 con el título de “Zona de obras” y una cubierta sobria que homenajea a las de Gallimard, sin tener en cuenta la broma tipográfica.

Estas pequeñas repeticiones no le restan interés al libro. Guerriero escribe de maravilla y lo hace de una manera propia, reivindicando una visión muy personal para acercar a sus lectores temas y personajes que merecen uno de sus perfiles. La persona que visitó antes que yo este libro parecía ir en busca de las claves para escribir como lo hace Guerriero y marca con trazo grueso de lápiz todo un párrafo publicado en Babelia en 2010: “para ser periodista hay que ser invisible, tener curiosidad, tener impulsos, tener la fe del pescador y el ascetismo de quien se olvida de sí mismo para ponerse al servicio de la historia de otro”.

Ese mismo año, la periodista estuvo en Santander hablando sobre “qué es y qué no es el periodismo literario” y pronunció un discurso que también aparece en este libro y del que luego aparecen ecos en otros textos más cortos. El lector (o lectora) que me precedió se puso las botas y se debió de quedar sin lápiz. Aparecen mencionados en diversas situaciones los referentes de Guerriero, desde Kapuscinski a Martín Caparrós, de Gay Talese a Juan Villoro, entre unos cuantos más. Y ante las confusiones que genera esa necesidad de ponerle adjetivos al periodismo, ya sea para llamarlo nuevo, literario o narrativo, reivindica su deseo de ser periodista, ni más ni menos: “alguien que cuenta historias reales y hace lo posible por contarlas bien”.

Para lograr contar historias y hacerlo bien, Guerriero recomienda en diversas ocasiones hacerse invisible en algún momento y lo convierte en una de sus claves para hacerse con información interesante: “permanecer primero para desaparecer después”, recomendaba en su lección de 2010. En una charla en Colombia un par de años antes apelaba a la lección de Homero o “la imprescindible invisibilidad del ser”. Y en un párrafo que aparece sin marcas de lápiz (cuando merece ser recuadrado) va enumerando las claves de su modus operandi: “a mí me sirve aplicar curiosidad, derrochar paciencia y cultivar discreción; preguntar como quien no sabe. Esperar como quien tiene tiempo y estar ahí como quien no está”.

En estos textos dispersos, en los que Leila Guerriero confiesa estar en deuda con tantos autores, aparece en diversas ocasiones Rodolfo Walsh y su enorme “Operación Masacre”. Lo leí un par de veces y se lo pasé a alguien con la advertencia de que me lo devolviera. Me temo que eso no ocurrió, porque no está en “su sitio”. Cuando vuelva para retornar esta “Zona de obras” aprovecharé para ir al final de la estantería y buscar en la W.

Una excusa para seguir volviendo a la biblioteca dedicada a García Márquez en busca de esas voces que a veces quedaron eclipsadas por la ruidera del boom.

Conmigo o contra mí

De manera recurrente se menciona el experimento que el profesor Ron Jones llevó a cabo en un instituto californiano a finales de los sesenta. “Fue una de las cosas más terroríficas que me ha pasado nunca en un aula”, dijo el docente cuando pudo calibrar la magnitud que había alcanzado su iniciativa.

Fueron pocos días, pero dejaron una impronta destacada. Los alumnos de la clase de Historia de Jones comprobaron en sus propias carnes la debilidad de la democracia cuando se enfrenta a la acción coordinada de un grupo de personas convencidas de su superioridad. Y descubrieron maravillados la fascinación que proporciona pertenecer a una élite, del tipo que sea. Y lo fácil que es provocar envidia y, por ende, generar adhesiones inquebrantables, sin un ápice de crítica.

Desde que convivo con adolescentes entiendo mejor el éxito que tiene el subgénero cinematográfico de películas ambientadas en un aula. Hace pocos meses nos quedamos literalmente agarrados al sillón mirando “La ola”, un film alemán de 2008 que traslada a la actualidad el experimento de Ron Jones. Con unas interpretaciones comedidas, al servicio de una historia tan subyugante, la puesta en escena tenía esa frialdad que expelen las películas alemanas. Técnicamente son impecables, pero parece que esa iluminación perfecta y los enfoques milimétricos hacen demasiado aséptico el relato.

Cuando hace unas semanas me encontré con la novela “L’onada”, de Todd Strasser, alguien en casa me recordó que seguro que estaba relacionada con la película que habíamos visto. La cubierta del libro, publicado por Blackie Books en catalán y castellano hace unos meses, es muy potente gráficamente. La esvástica trazada sobre lo que podría ser una bandera ondulante o una empalizada (ambas figuras sirven) y el subtítulo “L’experiment educatiu que va arribar massa lluny” son elocuentes.

La novela, como la película, pueden resultar en algún momento demasiado sencillas en su planteamiento. Como la historia arranca a toda velocidad parece que luego el narrador sienta vértigo y, desde las alturas, sea complicado hacer un enfoque más preciso. Esa masa exaltada que responde sin dobleces a las consignas del profesor que parece que solo quiere experimentar es demasiado plana. En el relato de Strasser la estudiante díscola que no acaba de verlo claro se convierte enseguida en un arquetipo. Y lo mismo ocurre con la esposa del profesor que juega a ser Dios. Parecen meras caricaturas puestas al servicio de una dicotomía en la está claro dónde están los malos.

Esa acumulación de lugares comunes (demasiado reales, a nuestro pesar) que lleva aparejada la consolidación de un grupo que se siente poderoso va apareciendo en la narración desde que al principio el profesor les propone hacer un saludo que permita identificarse a los miembros del grupo. Es escalofriante ver que todo esto ya lo habíamos leído en los libros de historia y reconocerlo en esos estudiantes que van amenazando por los pasillos a los que se niegan a hacer el saludo. “Si no estás conmigo, estás contra mí”, dicen en algún momento. Y tan absurda argumentación deviene en el detonante de la historia.

Con un planteamiento bien diferente, ese razonamiento simplista es también la letanía que se impone en ora película, también alemana, pero ambientada en los años cincuenta, con el cemento todavía fresco en el Muro de Berlín. Otra historia ambientada en un instituto, una película de esas que se utilizan en clase para de manera simultánea aprender alemán, algo de Historia y descubrir las bondades de la solidaridad.

Se tradujo como “La revolución silenciosa” o “La clase silenciosa” y parte de una anécdota para terminar de manera casi épica, en plan “El club de los poetas muertos”. En un instituto de una ciudad de la Alemania comunista los alumnos de la asignatura de Historia guardan un minuto de silencio en apoyo de la revolución antisoviética que se produjo en Budapest en 1956. Cuando se corre la voz, los alumnos argumentan que esa condolencia tiene que ver con la supuesta muerte de Puskas, el futbolista estrella de la selección húngara, como consecuencia del levantamiento.

La revuelta muda trasciende las paredes del instituto y pronto toman medidas las autoridades de la ahora extinta RDA, alineadas con la URSS. El ministro de Educación hace su aparición estelar en el instituto y, ante la aparente solidez del grupo contestatario, saca a relucir el argumento de siempre: “si estáis con los levantiscos húngaros sois nuestros enemigos”. No hay matices, o conmigo o contra mí.

Como ya ocurría con la novela y la película dedicadas a la ola (“la tercera ola”, en el experimento de Ron Jones, porque decía que siempre es la más fuerte de la secuencia con que llegan cíclicamente desde el mar a la tierra), la historia de la clase silenciosa puede parecer simplista en su planteamiento. Pero también aquí la historia “está basada en hechos reales” y esto sirve para mostrar que la realidad supera muchas veces a la ficción y que los planteamientos más maniqueos son tan ciertos como eficaces narrativamente.