Pixels

Con el cuerpo del “drac” aún caliente aparecen las primeras listas con los más vendidos en la Diada de Sant Jordi. Dicen que ha batido récords, con una jornada dominical que llenó las calles de paseantes y las paradas libreras de autores y autoras con ganas de firmar. Sin riesgo de granizo, ni la coincidencia con un partido del Barça pudo deslucir un día tan peculiar, en el que se venden miles de libros, millones de rosas y seguro de miles de litros de agua, para hacer frente al calor y los miles de pasos que hace todo el mundo.

Entre los libros más vendidos en catalán aparece la novela “Demà, demà i demá”, de Gabrielle Zevin, (publicada por Periscopi), que en castellano ha editado AdN. El aspecto externo de ambas versiones no se aparta demasiado del original americano, donde ha tenido muy buenas críticas, ha sido premiada en Goodreads y ha gozado del favor del público. Me la recomiendan un par de amigos, que recalcan lo bien ambientada que está en el mundo de los videojuegos, y temo no entender demasiado del tema. Jugué a los marcianitos en la infancia, cuando costaba cinco duros cada inicio de partida. Me volví adicto al Tetris en la adolescencia, hasta ver fichas bajando a toda velocidad horas después de haberme alejado de la maquineta. Lo explican muy bien en este artículo del diario Ara. Y he jugado con más o menos intensidad al Mario Bros en la consola de mis hijos. Con este bagaje no me parecía que fuese el público objetivo de esta novela. Pero me sedujo la edición tan bien acabada de AdN, con sobrecubierta, reproducción de “La gran ola” de Hokusai en el cartoné de la cubierta y otros detalles de producto bien manufacturado, de 500 páginas.

La novela es entretenida y lo de menos es saber de videojuegos. Imagino que los aficionados a este mundo disfrutarán mucho más, por las continuas referencias que van apareciendo. La lectura avanza a toda velocidad, como si fueras pasando pantallas después de superar obstáculos ligeros y brincar hasta alto de la bandera, como hace SuperMario en el famoso videojuego, para rematar cada uno de los mundos por los que avanza esquivando tortugas enfadadas y pisando setas.

La historia de tres amigos que van afrontando diversos contratiempos, con un relato lineal que a veces viaja al pasado, es una de las muchas que estamos acostumbrados a ver en las pelis americanas. El contraste entre las calles neoyorkinas y las atestadas autopistas que rodean Los Angeles también es algo que estamos habituados a ver en las pantallas. Como también es frecuente que los más jóvenes de cualquier historia americana se lo deban todo a sus abuelos, que fueron quienes los criaron mientras los padres permanecían ausentes, por las razones más variopintas.

Todo esto, y mucho más, aparece en el relato de la vida de Sadie Green, vértice femenino de un triángulo de amistad y éxito que completan San Masur y Marx. Dos creadores de mundos virtuales y un amigo para todo, de esos que siempre caen de pie. La trama puede parecer esquelética, aunque no paren de ocurrir cosas, y son los personajes los que apenas alzan el vuelo, aunque la historia abarque más de veinte años y viaje sucesivamente de punta a punta de los Estados Unidos.

Ese aspecto más que pixelado que tenían los “muñecos” con los que jugábamos los boomers a finales de los ochenta es el que mejor puede describir la sensación que dejan los personajes. Apenas están perfilados, a pesar de que afrontan todo tipo de situaciones (amores contrariados, accidentes graves, traiciones, éxitos mareantes…), y después de haberlos visto evolucionar a lo largo de casi treinta años el lector sigue leyendo con la sensación de eludir obstáculos demasiado sencillos hasta encontrar el letrero de “Game over”.

Quizá con la esperanza de que haya algo más allá.

Y ahora, ¿qué?

Voy dosificando los capítulos de The Deuce, una serie de HBO que se ocupa del inicio de la historia del cine porno en los EEUU, aunque eso sea reduccionista respecto de todo lo que abordan las tres temporadas. Llevo más de un mes para visionar los primeros 17 capítulos y aún me quedan los ocho en los que espero que se resuelva todo. ¿Todo? Es una serie de David Simon y Georges Pelecanos (responsables de The Wire y Treme) y algo una vez se les ha reprochado acabar contando menos de lo que parece que sus historias dan de sí.

La historia transcurre sin saltos atrás en el tiempo: desde los inicios de los setenta hasta mediados de los ochenta. Vemos la transformación del entorno de Times Square, epicentro de la prostitución, mientras las autoridades intentan cambiarle la cara y sacar a las mujeres de la calle. La galería de personajes (polis corruptos, chicas llegadas de la América profunda que descubren que nada va ser fácil, proxenetas miserables cuyos trajes provocan hilaridad al tiempo que su actitud pone los pelos de punta, mafiosos que controlan el ocio nocturno y baristas (chica y chico) que se erigen en protagonistas, mientras a su alrededor se aceleran todas las contradicciones de la noche neoyorkina.

La serie cuenta con grandes interpretaciones (el doblete de James Franco, la omnipresencia de Maggie Gyllenhaal, la complejidad del personaje de Margarita Levieva o la amenaza elegante y sobrecogedora que supone en cada episodio la aparición de Michael Rispoli, entre muchas otras) y las historias se van entrecruzando sin dar respiro al espectador, que asiste maravillado a esta recreación de una ciudad que ha desaparecido, pero que reconoce inmediatamente gracias a tantas referencias compartidas: la cartelera de un cine que anuncia “Garganta profunda”, las menciones a estrellas de la NBA en las apuestas, los anuncios…

Mientras degustaba los últimos capítulos de la segunda temporada he devorado la última novela de Jonathan Franzen y no paraba de establecer similitudes entre ambos relatos, aunque ni el escenario (Chicago en la novela) ni la época coincidan. Se titula “Encrucijadas”, publicada por Salamandra, y se anunció hace unos meses, cuando apareció en EEUU, que era la primera entrega de una trilogía. Así se entiende mejor esa especie de fundido a negro con la que se cierran las 600 y pico páginas de esta historia absorbente, minuciosa, con frecuentes flashback que explican por qué algunos de sus cinco personajes acaban tomando unas decisiones que acabarán teniendo repercusiones para todos los miembros de la familia.

Debe de ser esa riqueza en los detalles o ese continuo ir y venir de una historia a otra lo que me hace emparentar dos narraciones tan, a priori, alejadas una de la otra, ya no sólo por el escenario o la época en los que se desarrollan los acontecimientos sino también por su propia esencia, una serie televisiva enriquecida con una banda sonora espectacular frente a una novela en la que la música la pone cada uno. Pero la pasión juvenil del padre de la familia por el blues provoca indefectiblemente que salga a relucir el “Crossroads” de Robert Johnson, del cual dice la leyenda que vendió su alma al diablo en un cruce de carreteras de Mississippi a cambio de ser un virtuoso de la guitarra.

En torno a estas decisiones en la encrucijada que van tomando los cinco miembros de la familia Hildebrandt (el matrimonio formado por Russ y Marion y sus tres hijos, Clem, Becky y Perry) se construye una novela en la que no falta de nada (adulterio, tráfico de drogas, un incendio, peleas, abortos juveniles…). Una huida hacia adelante en la que parecen embarcarse los protagonistas que cuestiona lo que parecía el ordena familiar natural de una familia estadounidense de esas que sonríen en los cuadros de Norman Rockwell. Sus decisiones cuestionan todo lo establecido y entonces aflora el pasado, que ayuda a entender esa necesidad de todos de entablar negocios con el diablo, a cambio de lo que sea.

Cuando la novela echa el cierre, con un final que es como si el narrador se hubiera cansado de seguir mirando (y por ello, contando), queda la misma sensación que con algunos episodios de The Deuce: todavía falta mucho por conocer.