Los primeros cinco minutos

Hace exactamente 92 años, a estas horas, en la ciudad de Jaca esperaban noticias de Huesca. Hacía mucho frío, empezaba a nevar y los nervios casi hacían temblar las calles. Era la madrugada del viernes al sábado, había sido día de mercado y en diversas oleadas habían salido decenas de camiones y un convoy de ferrocarril, cargados de militares y civiles que habían secundado una insurrección en favor de la República y, sobre todo, en contra de la Monarquía decrépita de Alfonso XIII.

Con la noche bien cerrada empezó a disiparse la incertidumbre que atenazaba a los familiares de los insurrectos y se aligeró el temor que albergaban los mandos militares hechos prisioneros por los piquetes que secundaron a los capitanes Galán y García Hernández. El levantamiento había sido abortado antes de llegar a Huesca, primer jalón de una sucesión de adhesiones que tenía que haber desembocado en Madrid y Barcelona. El sueño republicano se quedó congelado, hasta la primavera. Fueron cientos los presos que llenaron las cárceles de Jaca y los penales militares de medio país, hasta que cuatro meses después, exactamente cuatro meses, las urnas lograron revindicar aquella insurrección que pereció víctima de la nieve, la descoordinación y el tembleque del momento decisivo.

Garrido fue una de las personas que participó en esa insurrección y pagó por ello con cien noches de cárcel. Protagoniza, si no es demasiado decir, uno de los breves textos que conforman “14 de abril”, la obra de Paco Cerdà que ha publicado Libros del Asteroide después de hacerla merecedora del II Premio de No Ficción que lleva el nombre de la editorial. Garrido es “alguien, indefinido para los libros”, como otros muchos que pueblan esta maravilla, escrita con precisión de orfebre.

En el video promocional que hay en la web de Libros del Asteroide Paco Cerdà desmenuza su obra y va enumerando algunos de los protagonistas de esta historia que acontece en un solo día, el 14 de abril del título, una de esas fechas que hace esbozar una sonrisa a mucha gente, lo mismo que provoca hiperventilación en muchos otros. Son historias menudas, que a veces se tiñen de sangre, casi siempre vertida por los mismos de siempre.

Pero se trasluce el optimismo que despertó en millones de personas, las que se congregaron en torno a banderas tricolores tejidas a toda velocidad para salir a tomar las calles, a los sones de La Marsellesa, que parecía la vacuna para ahuyentar el miedo, la banda sonora de los nuevos tiempos.

El libro de Paco Cerdà se lee en un suspiro mientras las historias viajan del ayuntamiento de Éibar a la Puerta del Sol, de las playas gallegas a un barco en Gibraltar que espera para sacar de España al hijo de Alfonso XIII, que transitan por las carreteras que unen el Palacio Real del puerto de Cartagena, donde se dispuso el puente de plata para que huyera el depuesto monarca.

Es un libro sobrecogedor por momentos, cuando ves que la mala suerte acecha incluso en los instantes de felicidad suprema, y al lado de los grandes nombres que pueblan los libros de Historia (los Romanones, Franco, Sanjurjo y tantos otros de su ralea) asoman la cabeza linotipistas, pescaderas, plumillas, obreros de todos los oficios y hasta el embajador estadounidense y los jugadores de la selección italiana de fútbol, de paso por Madrid antes de jugar un partido en San Mamés.

No hay un solo relato que no tenga su encanto en este minucioso rompecabezas, organizado como un preciso mecanismo de relojería que, precisamente, se organiza según el orden estricto que regía en los monasterios: prima, tercia, sexta, nona, vísperas…

Decía Maruja Torres, en una de esas entrevistas en las que siempre acaban preguntando en qué época querría haber vivido, que a ella le hubiera gustado estar en los primeros cinco minutos de numerosos episodios históricos, antes de que todo se fuera a la mierda. Ese es el temor que sobrevuela muchos de estos textos, sabedores nosotros de todo lo que vino a continuación. Es también la grandeza que emanan: esa ilusión de primera hora, esa sensación de romper con el pasado y ese optimismo que albergan los que no se quieren resignar.

Emilio protagoniza el primer y último relato de este libro, en una mezcla explosiva de tristeza y esperanza. La riqueza de detalles que muestran esas pocas páginas dan una idea cabal del prolijo trabajo de investigación que ha llevado a cabo Paco Cerdà. Para los entusiastas de este periodo histórico, que somos legión, el libro se cierra con un capítulo titulado “Fuentes” que certifica que han sido muchísimos los referentes de este libro, tan variopintos como pintorescos.

Siguiendo el hilo solo de algunas de las muchas obras mencionadas hay lectura asegurada durante años. Y Paco Cerdà ha logrado condensarlo en un solo día. De esos que no quieres que se acaben.

Un diario engañoso

Cada vez es más habitual en Barcelona encontrar al lado del contenedor de papel bolsas cargadas de libros que alguien no se ha atrevido a condenar directamente a su desaparición. Casi siempre son colecciones enteras de grandes éxitos que no han soportado el paso del tiempo. Hace pocos días me topé con toda una serie de finales de los sesenta publicada por Círculo de Lectores, con la encuadernación habitual en cartoné y el aspecto cuidado que ha resistido el paso de más de cinco décadas.

Rescaté de la pila uno de los pocos títulos de Delibes que no había leído, y eso que tuve una época febril en la que fueron cayendo uno detrás de otro. Hace mucho de aquello. Cuando hace un par de años en los planes de lectura del instituto le pidieron a uno de los adolescentes que tengo en cada que leyera “El príncipe destronado”, una de las conclusiones generales de la clase fue que estaba escrito en un castellano que ya no se usa. El recuerdo agradable que tenía yo no podía concebir semejante resumen.

Apelando a tantas horas de placer lector, empecé el rescatado “Diario de un emigrante”, que se publicó en los sesenta después del éxito de público y los premios que tuvo “Diario de un cazador”. Si esta obra hubiera sido una de las recomendadas a los jóvenes lectores de hoy, seguro que pensarían que estaba escrito en una lengua distinta del castellano.

Lo leí prácticamente de una sentada y por momentos pensaba que no había envejecido nada bien para después sorprenderme con el implícito alegato feminista de sus páginas. Las mujeres han sido casi siempre los personajes más potentes en las obras de Delibes, a lo largo de su dilatada carrera. Son inolvidables la viuda del Mario que soporta merecidamente en el ataúd una diatriba de cinco horas, la señora de rojo sobre fondo gris, la joven protagonista de “El hereje” y la Anita que emigra embarazada en este diario escrito por Lorenzo, un pusilánime envuelto en palabrería que dice mucho y hace poco.

Delibes monta uno de esos artificios con los que tanto le gustaba experimentar (las cartas de amor de un sexagenario, un monólogo en pleno velorio, una recopilación de recuerdos sobre las guerras de nuestros antepasados o estos diarios a los que recurrió en diversas ocasiones y que le permitían mostrar lo mejor y lo peor a través de una escarnecedora primera persona.

El Lorenzo que traza Delibes a través de sus reflexiones arranca el 24 de enero de un año de los sesenta diciendo que “esto de escribir para uno es tal y como mirarse al espejo, con la diferencia de que uno se ve aquí el semblante sino los entresijos” y vierte sus temores apoyado en una verborrea repleta de frases hechas, amenazas sin fundamento, lamentos nostálgicos y reafirmaciones en sus propia inseguridades que no son más que brindis al sol.

Lorenzo va mostrándose como un cobarde que culpa de sus inseguridades a los demás y aquí es donde puede parecer un libro trasnochado, fruto de una época ¿felizmente? superada. A finales de enero, durante los preparativos del viaje en barco a Chile, hace recuento de las despedidas con sus amigotes antes de cambiar de continente y desvela que tuvo bronca con “la chavala” y la deja caer: “en mi casa mando yo”. Después de una cháchara a la que el lector enseguida se acostumbra, se descuelga con que “las mujeres andan ahora más revueltas que otro poco. Antes, uno decía blanco y ellas cerraban los ojos y decían blanco, sin mirar tampoco el color”. Meses, ya establecido en Chile, padre de una criatura, con más de un fracaso a las espaldas, vuelve a tenérselas con su mujer y se pregunta retóricamente: “¿Pero es que no va a tener agallas para sellarle un día los morros de una guantada?”.

No, no tiene agallas. Ladra mucho, se queja de todo pero su figura se va haciendo cada vez más pequeña. Para entonces ya ha renegado de los parientes de su mujer, ha despotricado en plan imperialista (“el mejor día voy a recordarle a alguno que si Colón se dio un garbeo por aquí fue para enseñar a su abuelo a decir pan y vino en la lugar de chau chau”. El repertorio de melonadas que Delibes pone en boca de semejante elemento contrasta con la actividad incesante de Anita, que empieza a hacerse con un pequeño sueldo a base de peinar a mujeres de la alta sociedad. La iniciativa de ella frente a la retórica querulante del que no sabe encontrarse ni a sí mismo.

Es entonces cuando, independientemente de cómo acabe la aventura americana de la pareja, el diario de este emigrante se convierte en un homenaje a las mujeres que hacen posible que el hombre no se ahogue en un vaso de agua. Un macho tan macho queda a expensas de la suerte, de la ayuda de otras personas menos charlatanas y mucho más hacendosas. Corren los años sesenta, en España todavía impera un machismo que parece consustancial al propio régimen, y Delibes se descuelga con una obra que no en vano aparece encabezada por una dedicatoria a Ángeles de Castro de Delibes, “el equilibrio, mi equilibrio”.

El texto encierra otras curiosidades, enmarcadas en esa habilidad del vallisoletano para perfilar caracteres: el laísmo que aqueja al discurso de Lorenzo, los choques léxicos con el español de Chile (que tanta perplejidad provocan en el emigrante con ínfulas de colonizador), las descripciones cinegéticas que tanto le gustaban a Delibes y que aquí ejercen de contrapunto entre las variedades de especies de la península y América.

Lo que parecía que era un libro desfasado hoy termina siendo una lectura que retrata mejor que muchos ensayos la realidad de esa España que se intentaba desperezar y donde las mujeres, a su manera, demostraban que tenían mucho que decir.

Con sus cincuenta y pico años de vida, este diario de momento se queda en casa.

Primera persona

Pasar por un libro después de que alguien lo haya leído (y marcado) produce un placer morboso, aunque uno haga señales nuevas y subraye pasajes diferentes. Me ha vuelto a ocurrir con el último libro de Siri Hustvedt, La persona que lo leyó antes fue destacando frases en los textos de carácter más técnico, relacionados con la biología y la psiquiatría. A mí me llamaron la atención algunos pasajes extraídos de sus recuerdos familiares. Y casi siempre coincidimos en algunos párrafos que abordan la misoginia con ejemplos que arrancan en la Grecia clásica y llegan hasta el trumpismo reinante cuando se escribía el texto.

“Madres, padres y demás. Apuntes sobre mi familia real y literaria” (Seix Barral) es una recopilación de textos muy variados que nació de la pandemia y sus confinamientos asociados. Se lo contaba la autora a Eduardo Lago en una entrevista que publicó Babelia en el mes de abril, coincidiendo con la salida del libro. Allí decía también que el filósofo Ernst Cassirer le enseñó que “uno de los rasgos más importantes de trabajo intelectual es la capacidad de sintetizar pensamientos complejos y transmitirlos con claridad”. Y lo logra, sin duda, en este volumen, que además destila un fino sentido del humor que rápidamente genera complicidad con el lector.

Hay algunas anécdotas sobre sus desencuentros con personajes que todavía la consideran “la mujer de Paul Auster” y ella explica con delicada ironía que más de una vez habría que considerarlo a él “el marido de Siri Hustvedt”, en tanto que es ella que la que cuenta con un amplio bagaje científico e investigador del que en ocasiones se ha beneficiado él para incorporarlo a sus relatos. La historia en torno a una historia menor que aparece en la película “Smoke”, dirigida por Auster, ilustra de maravilla el texto titulado “Fantasmas mentores”.

Es igualmente muy entretenido y divertido el capítulo “Las variaciones Simbad” en el que realiza diversos ejercicios de estilo en la línea de Raymond Queneau a propósito de los viajes del legendario marino de “Las mil y una noches”. Vuelve a asomar la cabeza Paul Auster.

Y entre la veintena de textos que componen esta heterogénea recopilación brillan sus recuerdos familiares, como el que dedica a su abuela Tillie, una noruega establecida en EEUU que nunca volvió a su tierra pero dejó en sus descendientes el germen de la curiosidad por las historias que venían del otro lado del océano. Aprovecha en otro texto dedicado a su madre (que murió en 2019 pocos meses antes del estallido de la pandemia) para reivindicar a esas mujeres que durante siglos no podían tener otro quehacer que cuidar de su descendencia. Los recuerdos de su infancia en un pueblo de Minnesota y la trayectoria familiar de su padre, un profesor especializado en lengua y literatura escandinava, permiten a Hustvedt hacer un elogio de la mezcla de culturas. En un ensayo titulado “Fronteras abiertas”, basado en una conferencia que ofreció en la FIL de Guadalajara, argumenta a partir de un curioso monumento llamado “las Cuatro Esquinas” en el que confluyen las líneas que delimitan los estados de Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah. La autora se siente deudora de esa promiscuidad territorial y convierte tan peculiar ubicación en una metáfora de su larga vida como escritora: “que me ha llevado a través de múltiples fronteras disciplinarias, desde las humanidades hasta las ciencias”.

Sigo repasando las múltiples notas y subrayados que fuimos haciendo a cuatro manos en esta suculenta recopilación y vuelven a mi memoria la sorpresa que generaba ver esa diversidad de planteamientos, temáticas y puntos de vista abordados con tanta brillantez y entonces reparo en que todos los textos están escritos desde una rotunda, y a la vez cercana, primera persona. Vuelvo entonces a la entrevista de Eduardo Lago y, a la pregunta de si se siente más cómoda en la novela o en el ensayo, Hustvedt se muestra tajante: “para mí la clave está en usar siempre la primera persona. Tengo objeciones al autoritarismo de la tercera persona”.

A la espera de encontrar unas cuantas horas para leer “Cumbres borrascosas” y poder volver al texto que Hustvedt le dedica a Emily Brontë para leerlo con verdadero aprovechamiento, compruebo asombrado que todas las lecturas que he ido atesorando en las últimas semanas tienen algo común: la primera persona. No parece casualidad.

Los trucos del mago

Desde hace unos meses me esperaba un libro que me había recomendado un buen lector que se había fijado en él sencillamente porque el título era llamativo. Nos recomendamos libros mutuamente pero me sorprendió con este autor, del que no tenía ninguna referencia. Las coincidencias han hecho que vaya encadenando “diarios”, aunque no tengan nada que ver entre ellos, más allá de las estructura formal.

“Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066)” es un ejercicio de estilo a cargo de un mago de la narrativa, Pablo Martínez Sánchez, que en su vida profesional dicen que ejerce como profesor de escritura. Lo publicó Acantilado en 2020 y es, desde la misma dedicatoria a “los reusenses pasados, presentes y futuros”, un juego que enseguida demanda la complicidad de los lectores para luego ir zarandeándolos sin piedad.

La solapa del libro nos informa de la robusta formación del autor (doble doctorado en las universidades de Lille y Granada) y anticipa el jolgorio que aguarda en estas páginas cuando anuncia que es miembro del OuLiPo. Los que somos fans de Perec, Queneau y compañía ya podemos intuir que se avecina un festín. Basta con leer el texto de la contraportada.

En el antiguo manicomio Pere Mata de Reus, una preciosidad arquitectónica a cargo de Domènech i Montaner, resiste a la manera de los galos de Astérix un grupo de ancianos y tullidos. Corre el año 2066, ha habido distintas conflagraciones mundiales, se agota una moratoria para que abandonen la península Ibérica sus últimos habitantes y un hombre nonagenario decide dejar constancia del día a día, aunque apenas tenga papel donde ir escribiendo.

Entra en juego uno de esos elementos que tanto agradan a los letraheridos. Una biblioteca abandonada en un desván permite a este diarista (que en sus años mozos fue escritor) ir arrancando las páginas de cortesía y aprovechar esas hojas en blanco para dar rienda suelta a su vocación recuperada. Arranca en la noche de San Juan y su relato llega hasta el 30 de septiembre. Tres meses de infarto en los que el diario se convierte en una novela gore, una poesía que avanza a merced de los decimales del número Pi, una distopia, numerosos juegos literarios, muchos guiños a otros escritores, referencias históricas con querencia por el humor negro y montón de cosas más que, asombrosamente, encajan en el relato y apenas provocan disrupciones.

Según se mire, es la novela de un “boomer” con un peculiar sentido del humor. Rinde homenaje a Perec y desgrana durante varias páginas un listado con decenas de “me acuerdo” en las que aparecen el Tetris, los chistes de Lepe, el pegamento Imedio, los cromos del Bollycao, la enciclopedia Larousse o el cruce de piernas de Sharon Stone. Desliza otras bromas que tienen que ver con ese futuro cercano a nosotros que el protagonista ya ha vivido: el gol de Kevin Llorens para el Barça en la final de la World Champions League de Estambul, el primer coche con autodrive o el primer bebé exógeno.

Y nos va sumergiendo en un ambiente apocalíptico donde la vida no vale nada y hay que comerse las conservas de un acaparamiento que va menguando por momentos. Aparecen nombres de autores que en nuestro futuro (el pasado del narrador) lograrán premios importantes y, no podía faltar en un ejercicio de este tipo, hay una historia de amor que vertebra todo el relato. Las triquiñuelas del oficio de escritor, como las que debe de explicar su autor en su trabajo en la vida real, son perceptibles: entradas del diario que terminan en el punto álgido y dejan al lector con el corazón en vilo, guiños humorísticos basados en la actualidad, una poesía matemática que va ganando versos, giros en la acción que obligan a pasar las páginas sin descanso y, para rematar, un final “made in Hollywood” que repare tanto sufrimiento.

Semejante acumulación de recursos literarios no supone ningún demérito en esta, a ratos, divertida novela, que es un diario, una poesía y no sé cuántas cosas más. Quizá sean evidentes los trucos que emplea el mago para embaucarnos pero se lee con avidez, tanta que ya he buscado (y hallado) otra novela suya, titulada “El anarquista que se llamaba como yo”, y que resulta ser la primera entrega de la trilogía que cierran estos diarios del anciano tozudo.

Seguro que nos divertiremos.