Recordaba algunos pasajes de una novela de una manera tan vívida que creía había sido hace pocos meses cuando la había devorado. Ambientada en la guerra de África, en la toma de la ciudad de Sidi Dris en el verano de 1921, narra las peripecias de cuatro personajes de una manera tan intensa, con una ambientación tan lograda, que podría pasar por un ensayo ampliamente documentado de esos que a veces gozan del privilegio de estar bien narrados.
El caso es que buscando entre las notas, para saber un poco más de esta novela, descubro que apareció en 2001 y que yo la leí en el verano de hace diez años. Esa sensación inmarchitable que dejó en mi recuerdo la asocio al calor y la sed que sufrían sus personajes, que se contagiaba al lector, que veía con dolor cómo no llegaba el aprovisionamiento de agua porque cerraban el paso los rifeños a los soldados españoles que debían sortear en un desfiladero las dificultades para pasar con las mulas cargas del preciado líquido. Esa novela, en la mejor estirpe de Imán, de Sender, o La forja de un rebelde, de Barea, se titulaba El nombre de los nuestros y estaba firmada por un autor que bebía de los recuerdos de su padre: Lorenzo Silva. Hace años que este escritor ha ganado el reconocimiento de los lectores, como ha logrado también numerosos premios. Y a mí me quedó asociado irremediablemente a esa novela histórica, que tenía mucho de denuncia a través de la fuerza de su relato: denuncia de un ejército incompetente en el que los mandos se ganaban las medallas y las laureadas a base de dejar morir a sus soldados; denuncia de un gobierno manifiestamente corrupto que intentó tapar con la defensa de sus últimas posesiones coloniales los desmanes que cometía en la península; denuncia de un país que no salía de su atraso de siglos e iba enviando a sus mejores hombres a morir sin contemplaciones en unos parajes inhóspitos. Me dejó muy buen sabor de boca aquella historia y, si no volví a leer a Silva, fue porque es tanta la oferta que uno piensa que ya habrá tiempo.
La semana pasada, un compañero de trabajo que lee todo lo que tenga aroma de novela negra me pasó un libro fino, publicado por Destino hace un par de meses. Se titula Tantos lobos, y en la cubierta vi que aparecía el nombre de Lorenzo Silva. Al dejarme el libro, mi compañero me puso brevemente en antecedentes: son historias cortas de Bevilacqua y Chamorro, “no sé si has oído hablar de ellos”. Por supuesto que había leído desde hace años reseñas de libros y hasta películas protagonizadas por esta pareja de guardias civiles que resuelven crímenes confusos a base a aplicar una perspicacia que las caricaturas (y la Historia, no podemos negarlo) no parecen asociar a la llamada Benemérita, más proclive al brochazo y el berrido en sus intervenciones.
Me leí los cuentos, son cuatro, de un tirón. Escasamente ocupan cincuenta páginas cada uno de ellos. Narrados en primera persona por Bevilacqua, los cuatro relatos abordan los asesinatos de otras tantas jóvenes y se va desplegando ese agudo ingenio basado en preguntar mucho y en buscar pistas en los lugares más insospechados. Como se intuye, si uno descubre a estas alturas a esta pareja de investigadores, que el hombre ya estará en la sesentena, no parece extraño que hable de “moderneces” para referirse a Internet, pero luego enumera redes sociales (algunas ya en desuso) como si fuera un pariente de Zuckerberg. Chirría algo en esas explicaciones que no paran de cantar las bondades de los compañeros del cuerpo, que parecen salidos de una serie americana, sin que podamos desprendernos del todo del prejuicio que ha dejado el cine español (y la realidad) en algunos de estos personajes con tricornio. Hay algunos párrafos que parecen sacados de una carta al director del periódico, y sin embargo están metidos (aunque sea con calzador) en un relato de crímenes. Para muestra un botón: “desde que la gente pasa tantas horas al día trabajando gratis para gigantescas corporaciones transnacionales que trafican de forma tan lucrativa con sus datos personales, el material así generado es tan ingente y la banalidad tan inmensa, que exige la juventud y la paciencia que todavía tenía gente como Arnau para procesarlo como es debido”. Suena, como mínimo, extraño calzar semejante alegato en medio de un cuento.
Al devolverle el libro a la persona que me lo había dejado, le comenté que los relatos no me habían entusiasmado y que me extrañaba, porque había leído reseñas muy elogiosas de estas novelas negras con guardia civil. Él me explicó, buen conocedor de muchas de ellas, que los dos personajes habían crecido en matices con cada historia y que podía incluso rastrearse la Historia más reciente de este país leyéndolas. Que eso las hacía muy atractivas para quien se había familiarizado con los personajes.
Sigo recordando con admiración aquellas historias ambientadas en África que me descubrieron a Silva, y creo que dejaré a Bevilacqua y Chamorro para quienes han crecido con ellos.