Quedamos en «El ave turuta»

Algo tienen las historietas de Sir Tim O’Theo que me cautivaron desde pequeño, cuando los tebeos eran una forma de evasión más potente que la tele. Corría la década de 1980, vivía en un pueblo y comprar ejemplares de Pulgarcito o Mortadelo no era algo que estuviera a mi alcance todas las semanas. De vez en cuando, un familiar se dejaba caer por casa con una pila de tebeos que algún primo más mayor había arrinconado.

Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Carpanta, el botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio, Anacleto, doña Urraca… eran las historietas que todo el mundo leía. También yo, pero tenía predilección por otros personajes (secundarios, menores) que con la ayuda de una rima se asentaban en mi memoria: Manolón, conductor de camión; doña Tecla Bisturín, enfermera de postín; Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte…

Los dos primeros eran de Raf, nombre artístico de Joan Rafart Roldán, como lo era también Sir Tim O’Theo y como lo fueron muchos años más tarde las dobles páginas que aparecían en los números extra de El Jueves, con las caricaturas de todos los que lo hacían posible. Siempre tuve debilidad por Sir Tim O’Theo: había algo en el dibujo que me subyugaba, pero también en ese ambiente, en los personajes que acompañaban al “sagaz” detective, en el inepto policía Blops y en las pintas que invariablemente pagaba el criado Patson en la barra de “El ave turuta”. Ese soniquete de “elemental, querido Patson” era una reiteración, un guiño de Raf a sus lectores, un anclaje que buscábamos fervorosamente en unas dobles páginas diferentes a las del resto de la revista.

ICULT COMIC ILUSTRACIONES  RAF EDITORIAL BRUGUERA
ICULT COMIC ILUSTRACIONES RAF EDITORIAL BRUGUERA

He podido conocer la génesis de Sir Tim O’Theo y todo su desarrollo gracias a un libro absolutamente recomendable: “Raf. El ‘gentleman’ de Bruguera” (Amaniaco, 2015), de Jordi Canyissà. Cuidadosamente documentado, escrito con rigor y amenidad, destila un profundo conocimiento no sólo del dibujante sino también del contexto, y además está copiosamente ilustrado. Un trabajo fabuloso, como sentencia Antoni Guiral en el prólogo: “A pesar de ser un apasionado de Raf, también se ha convertido en su cronista”. Por la bibliografía y la abundante nómina de agradecimientos se intuye la ingente cantidad de horas dedicadas a esta biografía, que es también un recorrido por la historia de la editorial Bruguera, una descripción de la industria del tebeo en la posguerra, una semblanza de las nuevas revistas que aparecen tras la dictadura y hasta un poco optimista relato de la profesión de dibujante en este país.

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Dice el autor del dibujo de Raf: “esconde mucho más de lo que muestra al lector de un vistazo rápido”. Lo mismo puede decirse de este libro. Es una obra que informa en abundancia pero sin abrumar, que relata un mundo tan peculiar como el del tebeo sin que nadie no especialista se sienta desplazado, que retrata a varias generaciones a través de los dibujantes que les proporcionaban entretenimiento y mediante los lectores que estaban fraguando, sin intuirlo, su memoria sentimental.

Canyissà, y muchos de los entrevistados, coinciden en que el dibujo “preciso y riguroso” de Raf, ya sea en historietas infantiles o en El Jueves, “no se aprecia, se adora”. Los numerosos detalles, la composición, la sensación de movimiento lograda con los mínimos recursos, la construcción de unos escenarios a los que el lector desea volver… todo ello se aprecia en el centenar de páginas ilustradas que se reproducen en este libro. Desde hace unos meses hay muestras del trabajo de Raf en la web Humoristán y ya hace años que un blog como Lady Filstrup rinde homenaje y proporciona información de primera mano a quien quiera asomarse a estos autores y esta época.

Decía al principio que no sabía por qué me encandilaba Sir Tim O’Theo cuando era pequeño. Mucho tiempo después devoré de una sentada las novelas de P.G. Wodehouse sin quitarme la sonrisa de la cara. No fui capaz de establecer la pertinente correspondencia entre Jeeves (el competente criado de Bertie Wooster) y el no menos leal y eficaz Patson, al servicio de Sir Tim. Me identifico por completo con el humor socarrón de ambos. Y en su libro Canyissà explica que el anglófilo Raf se inspiró precisamente en las historias de Wodehouse para perfilar sus personajes.

Explica muchísimas más historias, algunas muy personales. Hasta el punto de que al cerrar la última página uno desearía que hubiera otro anexo, con más dibujos, con más historias. Levantemos nuestras pintas en honor de Raf, de sir Tim O’Theo y de Jordi Canyissà.

Paga Patson.

Novela con guardia civil

En tiempos de la dictadura se impuso la costumbre de acabar con las blasfemias a base de multas. A no sé cuántos reales se cotizaba la unidad de juramento, pero en un pueblo del Pirineo aragonés había un ganadero que desarrolló la habilidad de cagarse en lo más sagrado mientras sumaba mentalmente por cuánto le iba a salir la broma y se detenía, a modo de colofón, en el momento justo en que le cuadraban las cuentas. Así, con la cifra redonda, aflojaba la mosca y no tenía que esperar cambios ni buscar calderilla.

Los menos pudientes, o con más ganas de chanza, preferían chotearse del guardia civil de turno (casi siempre llegado de bien lejos) y se cagaban en todo lo cagable, pero eso sí, en la lengua del lugar, para evitar que entendiera la magnitud de las imprecaciones. Las “cerretreras” del Niño Jesús, la vajilla de la última cena, el primero de noviembre… eran algunos de los motivos de estas blasfemias eufemísticas que, en definitiva, acababan abocando al mismo lugar.

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Me acordé de estas historias, contadas alrededor de un vaso de vino y con un coro de risas in crescendo, al leer la última novela de Ramon Solsona, titulada “Allò que va pasar a Cardós” (otro eufemismo), recién publicada por Proa y ambientada en el Pirineo, en la década de 1960, durante la construcción de las presas y centrales que abastecen de luz a Barcelona. Hay una pareja de hermanos, comunistas y dinamiteros, el uno cojo y el otro tuerto, que se prodigan en este tipo de juramentos: “Me cago en el huerto de los olivos y en la corona de espinas”. Quedan definidos al instante: anticlericales, vehementes, castellanohablantes, impulsivos. Otros personajes van quedando retratados por la manera de enfrentarse a las situaciones cotidianas y también a un imprevisto que arranca prácticamente con la novela y la recorre durante sus casi 400 páginas: el asesinato de Lindos Ojos, un guardia civil que aparece tendido en la nieve, con una pica clavada en la espalda.

En esta novela con exoesqueleto asistimos desde el principio a un relato coral, que transcurre de Sant Pere a la Puríssima, en eso que los de la tele llamarían un “falso directo”. Esta suma de voces, evocadas por un narrador que recuerda no sólo lejos en el tiempo sino también con un océano de por medio, no se convierte en una algarabía porque Solsona sabe embridar y distinguir las voces de los ecos. Este experimento de relato fragmentado, no por más usado resulta menos eficaz, permite combinar registros coloquiales, descripciones formales con declaraciones fogosas de amor, castellano y catalán, juramentos con llamadas al orden, reportajes periodísticos con charlas de café y hasta bailes de la conga en el teleclub del pueblo.

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Versión en castellano, editada por Tusquets

En cuestión de unas semanas, del recién nacido verano al incipiente invierno de 1965, las verdes montañas de la Vall de Cardós se convierten en picos inaccesibles por la nieve, y los cientos de trabajadores que horadan las cumbres para que corran invisibles las aguas de los pantanos, tienen que volver a los refugios, a los campamentos, a los cuarteles de invierno.

Se suele decir que en el ámbito rural los follones estallan en verano pero se fraguan en las largas tardes de invierno. O al menos así era hasta que llegaron la TV y más tarde internet. En 1965, en esta “novela con guardia civil”, el conflicto vino dado por un matón encharolado. Una confusión está en la base de esta historia en la que algunos han visto parentesco con dos colosos como Jaume Cabré o Jesús Moncada. Con “Les veus del Pamano” tiene en común el paisaje del Pallars. Con las novelas del mequinenzano comparte pantanos y extemporáneas fuerzas del orden.

Pero el grueso de la comparación no se sostiene. No se puede negar que Solsona, como sus predecesores, tiene la habilidad de tejer historias entretenidas, pero también hay que señalar que hay obras de largo aliento y novelas que, todavía, no llegan a tanto.

Cómo crear lectores

Han sido unas vacaciones extrañas en lo tocante a lecturas. Descuidé los libros en casa y me fui de viaje, bien lejos, sin casi nada que ojear. No tenía una librería cerca y decidí echar mano de las novelas que “obligatoriamente” tenía que leer durante el verano mi hijo mayor, a punto de empezar 2º de la ESO: Els homes de les cadires, de Jordi Sierra i Fabra (Cruïlla) y Marina, de Carlos Ruiz Zafón, en una edición de bolsillo (Planeta). La primera me duró menos que un viaje largo en tren; la otra me entretuvo varias noches, mientras se cuarteaba el cartón de la cubierta y descuajeringaban las páginas.

Posiblemente no sean historias que me dejen poso pero, al leerlas, las contraponía con mis lecturas de muchos años atrás, cuando yo debía de andar por el 7º de la EGB de entonces y, sin saberlo, me estaba construyendo una identidad lectora, algo muy difícil de definir porque, entre otras cosas, es un verdadero “work in progress”. Los libros de Sierra i Fabra y Ruiz Zafón, cada uno en su estilo, son hijos de su tiempo. No dejan de ocurrir cosas (como en los telefilmes de sobremesa), se suceden los golpes de efecto (también muy televisivos), gustan de recreaciones de ambientes (barrocos y neblinosos en el caso de Marina, más pop en Els homes de les cadires), y aportan sobrada dosis de violencia, truculencia y asesinatos.

els homes de les cadires    marina ruiz zafon

Deduzco que los profesores de lengua y literatura intuyen que novelas así serán efectivas para generar interés y crear lectores. Ingredientes habituales en el ocio que los jóvenes de hoy consumen, poca complicación y finales “made in Hollywood” (aunque esto no sea cierto del todo en el caso de Ruiz Zafón). Las comparo con los relatos mucho más inocentes que yo devoraba hace treinta años: las historias de Los Cinco y su exótica cerveza de jengibre (tan británica y tan divertidamente evocada por El Comidista aquí), las aventuras de los Hollister (todos soñábamos tener un padre como el de los cinco hermanos, dueño de una tienda de deportes, con ese “porte atlético y el pelo cortado a cepillo”) o las de Los Siete Secretos. Eran series que leíamos con devoción, intercambiando con algún amigo de vocación lectora o suspirando para que en la biblioteca del pueblo ya estuviera disponible aquel volumen que alguien llevaba días demorándose en devolver. Esas narraciones sencillas pero adictivas hoy quizá no soporten una relectura. Hace años me intenté sumergir en unos de esos tomos anaranjados de Los Hollister y enseguida hube de volver a la superficie, porque me ahogaba tanto empalago.

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Sierra i Fabra carga con el estigma de ser un escritor de literatura infantil y juvenil, pero es posible que envejezcan mejor sus noveletas de planteamiento naïf e imágenes a lo Magritte que los tochos de Ruiz Zafón, de más amplio espectro pero deudores siempre de ambientes tenebrosos, neblinosos, herrumbrosos y diez o doce adjetivos más terminados en “oso”. Le ha costado a mi hijo más que a mí terminar ambas obras, pero él es un buen lector (cuantitativamente, al menos) y las ha alternado con otras dos historias que sí le han atrapado de manera más eficaz: un par de novelas que son un caso curioso, ya que las ha escrito una niña que tenía 13 y 16 años en el momento de editarlas. Se llama Paula Calvo Carijo, y bajo el paraguas de “Crónicas del último dragón” ha reunido más de 600 páginas en dos volúmenes titulados El bosque de Krocks (2013) y Los elegidos (2016). Un relato a medias ingenuo, a medias desbordante, con personajes que acaban levantando el andamiaje de una saga por la que ni mi hijo mayor ni su hermana podían esperar a que el otro acabase para seguir pasando páginas, peleándose como si fuera un juego de la Play.

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Esta devoción por alimentarse de historias viene en parte de las horas que hemos dedicado a leer en ese instante mágico, previo a apagar la luz y soñar dormidos. James Salter, en novela Años luz, lo describía de la manera más elocuente: “Y él les lee, como todas las noches, como si las regara, como si removiese la tierra bajo sus pies”. El padre que me mece a sus hijas con lecturas está tejiendo un lazo muy especial y las está “condenando” a un hambre indescriptible de saber más, de visitar otras vidas, de viajar más allá de lo imaginable. Este gusto por leer puede a veces saltar hecho añicos. Si abrir a destiempo las páginas de clásicos como El Quijote, el Lazarillo o La Celestina ha sido disuasorio para miles de lectores de nuestra generación, que se encontraron con ellos en un callejón oscuro, el mismo riesgo acecha a los jóvenes de hoy. Mi hijo, el gran lector, se enfrentaba con una pereza descomunal a las escasas cien páginas de una recopilación de cuentos de Oscar Wilde, mientras devoraba a escondidas libro tras libro de la saga “Los gatos guerreros”. Cuando le llegó el turno de leer en el instituto a Miguel Delibes, y a pesar de tener en El príncipe destronado una historia cercana a la que él vivió en casa, llegó a la conclusión de que estaba escrito en un castellano que “ya no se habla”.

Entiendo las disyuntiva a la que se ven abocados los profesores que quieren incitar a la lectura: que lean durante el curso lo que marcan los currículos y disfruten en verano con lo que les puedan alimentar el amor a la lectura. Puede dar la clave un comentario que acompaña a este reportaje de eldiario.es, dedicado precisamente a Ruiz Zafón. Por diferentes razones, lectores, editores, libreros y hasta usted y yo nos hacemos la misma pregunta: ¿Por qué vende tanto este hombre? Y dice el comentarista: “Soy lector asiduo y apasionado pero no aspiro a estar leyendo siempre obras inmortales”.
Pues eso.