Los cuentos del “canalla”

Muchos años me ha costado agenciarme los cuentos de Roberto Fontanarrosa. No recuerdo cuándo fue la primera vez que leí recomendaciones a cargo de voces tan autorizadas y diferentes como Enric González, Hernán Casciari, Martín Caparrós o Jorge Valdano. De hecho, este último publicó un relato sobre fútbol en una recopilación en torno al llamado “deporte rey” que parece una recreación de un relato de Fontanarrosa. Sin su mala leche, eso sí, sin ese humor incomparable que cultivaba en sus viñetas y que debió de presidir su propia vida.

Me encuentro por fin con el primer volumen de los “Cuentos reunidos” que publicó Alfaguara en 2003 (poco años antes de que falleciera Fontanarrosa) y parece que han sido bastantes los lectores que han pasado por sus páginas, en una biblioteca pública de Barcelona. Las más de 8oo páginas de este libro las voy degustando poco a poco, en un ritual nocturno que empezó con las vacaciones de agosto y que ocho semanas después no tiene pinta de terminar.

“El mundo ha vivido equivocado” es el título de uno de los más de cien relatos que aparecen aquí, agrupados en cinco recopilaciones de las que es fácil ver sus cubiertas originales en internet, siempre con esas ilustraciones que lo hicieron imprescindible en su país. El trazo apresurado, las narizotas de sus personajes y esos bocadillos con diálogos repletos de ironía son marcas de la casa. Estos cuentos son desopilantes.

Uno empieza a leerlos esperando que el fútbol sea omnipresente, pero el asunto se demora. Y cunde la sorpresa con esos retazos de surrealismo que destila un cuento en el que los coches son atacados por otros medios de locomoción. La historia del torero que teme salir al ruedo y no sabe a qué superstición aferrarse para seguir con vida más allá de su faena acaba de manera delirante. Los encuentros con la fauna que frecuentaba El Cairo (un café en el que recalaba el propio cuentista) son una maravilla, con esa habilidad para recrear diálogos y esa concatenación de insultos que bordan los paisanos de Fontanarrosa. El fútbol aparece de refilón y algún relato me recuerda a “El desafío”, esa canción inolvidable de Rafael Amor, otro argentino que tenía una traza especial para combinar ternura, humor y compromiso.

Cuando llevo ya 600 páginas aparece un relato de una docena escasa de páginas que condensa todas las virtudes de la literatura futbolera fontanarrosiana (seguro que existe ya este término). Su pasión “canalla” por Rosario Central (y, por ende, su menosprecio a los “leprosos” de Newell’s Old Boys, los “Ñuls” del estratosférico Messi), el humor cafre, las descripciones minuciosas de pequeños detalles que van perfilando a los protagonistas del relato, la milimétrica evolución de la historia… todo esto sale en “19 de diciembre de 1971”, título del cuento y fecha de un partido cuyo resultado podría influir en varias generaciones de rosarinos (la exageración es también marca de la casa). Y para que el resultado sea del agrado de los canallas, un grupo de aficionados se afanan a conseguirlo. El final es apoteósico, no por esperado.

Tantas semanas tomando mi dosis diaria de Fontanarrosa hicieron que rápidamente me habituara a ese ritmillo que, salvadas las distancias, me recordaba al cine inverosímil de Fesser y su “milagro de P. Tinto” pero que continuamente me traía a la memoria esas maravillas que ponían en escena Les Luthiers. El gusto por la anécdota aparentemente menor, la delectación en poner nombres y dos apellidos a casi todos los personajes, de apariencia estrafalaria en su denominación pero con una musicalidad incuestionable, los giros humorísticos y las resoluciones paradójicas me recordaban invariablemente a las mejores creaciones del quinteto de trajeados. Y entonces descubro que Fontanarrosa tuvo mucho que ver en los guiones de Les Luthiers.

Como aún me queda otro volumen de cuentos, otras 600 páginas en la que buscar esta bendita relación, ya empiezo a salivar intuyendo lo me que espera.

Atracar en islas desconocidas

La última novela de Jaume Cabré, Jo confesso (Proa, 2011), fue un acontecimiento que superó el marco exclusivamente literario. Se cumplía la cadencia informal del autor, que da una novela a la imprenta cada 7 u 8 años, y se especulaba con el éxito que tendría más allá de la frontera catalana, porque en el caso de casi todas las novelas en lengua catalana hay una frontera, que se hace más patente si uno mira desde el oeste, tocando la línea imaginaria que marcarían Fraga o Valderrobres.

Leí absorto esta novela compleja, embrujado por esa especie de palimpsesto que proponía el narrador, y que le permitía viajar adelante y atrás en el tiempo siguiendo la huella de un valioso violín. Era la excusa para abordar la maldad, para reflexionar sobre los límites de la crueldad, en un viaje por varios siglos y muchos países que daba igual en qué lengua se hubiera escrito en origen, lo importante era que se tradujera a muchas otras, que circulara esa historia. Tuve la ocasión de comentar la novela con un escritor de esos que tienen abundante obra publicada, y me dejó aturdido el desdén con que zanjó mi entusiasmo: “Mi mujer se lo está leyendo y dice que salen muchos alemanes, se nota que allí dicen que vende mucho”.

Descubrí a Jaume Cabré en “Las veus del Pamano” y en pocos meses me las arreglé para leer casi todo lo que había publicado. Fueron cayendo de manera “inmisericorde” las novelas “Senyoria” y “L’ombra de l’eunuc” así como los cuentos del “Viatge d’hivern”. Me sedujo la complejidad de sus planteamientos narrativos, con estructuras que no dejaban un cabo suelto y se erguían enhiestas, sin que pudiera entreverse la tramoya. Abundancia de planteamientos, historias que iban ganando matices mientras se los personajes iban siendo moldeados y referencias a clásicos de la literatura, que reforzaban esa complicidad entre autor y lector hasta convertirse en una especie de amistad interesada, como cuando vas al encuentro de alguien cuya compañía sabes que va a proporcionar  momentos para el recuerdo.

Dice Cabré, a modo de broche a esta recopilación de cuentos que es su último libro, “Quan arriba la penombra”, que de vez en cuando escribe algún cuento como quien “atraca en una isla desconocida”, a modo de descanso en las duras travesías en que se embarca para escribir sus novelas. Va guardando relatos que, según confiesa también en este colofón, deja al escrutinio de un selecto grupo de lectores cercanos (qué suerte será pertenecer a esa minoría) y cuyo veredicto juzga de gran valor a la hora de decidirse a publicarlos.

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Los cuentos que presenta en este precioso volumen editado por Proa tienen la maldad como eje vertebrador, sin que ello condicione en absoluto la autonomía de ninguno de ellos. Es verdad que se pueden entrever guiños entre algunos de ellos, como esa ligazón que hay entre los movimientos de una sinfonía. Un personaje que aparece por aquí, una referencia cruzada que evoca algo leído mucho antes, una broma macabra que viaja en el tiempo y abrocha dos décadas lejanas. Es complicado adentrarse a esbozar alguna de las historias sin correr el peligro de matar esa sorpresa que el narrador reserva al lector desprevenido.

Como en el texto de la contra ya se anticipan algunos argumentos, no chafamos ninguna sorpresa si decimos que, como en otro famoso texto de Quim Monzó, también aquí hay un cuento con un premio Nobel de literatura como protagonista. Y se percibe el mismo tono irónico al abordar tan espinosa cuestión, en una literatura como la catalana todavía ajena a tan prestigioso galardón. Hay alguna gamberrada de resabios cultos, con personajes de salen o entran de un cuadro de Millet. Y se suceden los asesinatos que, en su frialdad, recuerdan a las míticas salvajadas que literaturizó Max Aub en sus “Crímenes ejemplares”.

Si estos relatos son las “obras menores” que Cabré erige para tener los músculos tonificados mientras va edificando sus libros mayores, están de enhorabuena los alemanes, franceses, polacos, holandeses, italianos y tantos otros que esperan con devoción sus traducciones. Aquel escritor que me explicaba que cedía con displicencia a su mujer los libros de Cabré, posiblemente se lo seguirá perdiendo. Y como él muchos de sus paisanos: mientras la novela ambientada en el Pirineo en los años del maquis cautivaba a cientos de miles de lectores en Alemania, solo despachaba un puñado de miles en España.

El “caso Cabré”, como lo calificó el periodista Jaume Subirana hace unos años, al hilo de las tres páginas que Le Monde Livres dedicó a “Confiteor”, sigue vivo. Para combatir esa ceguera, basta con abrir los ojos. Y leer.

Marcel Schwob, un glorioso descubrimiento

Todavía recuerdo la textura del papel de la sobrecubierta de la edición en que leí la “Historia universal de la infamia”. Recuerdo también el bar en el que un amigo me dejó ese ejemplar que leí con devoción. Fue una tarde domingo de hace más de veinte años. No había logrado localizar el volumen en la biblioteca de mi pueblo y no andaba sobrado de cuartos para comprar todos los libros que quería tener. Mi amigo me dijo, como al desgaire, que le acababan de llegar todos los volúmenes de una “Obra completa” de Jorge Luis Borges que estaba publicando Círculo de Lectores. Lo leí un par de veces y me consta que él hizo lo propio en cuanto se lo devolví, motivado en parte por mi interés. Había oído hablar mucho de este libro y el título era demasiado poderoso como para olvidarlo. Más tarde me fui encontrando con “El Aleph”, “El libro de arena”, “Ficciones” (en aquellas ediciones míticas de Alianza con cubiertas de Daniel Gil) y siempre volvía el recuerdo aquel mi primer encuentro con el escritor argentino. Nunca he sabido definir ese estilo tan peculiar borgiano: textos concisos, referencias eruditas, historias intensas, con un ritmo que parecía marcado por la precisión de un ajustadísimo mecanismo de relojería. Relatos breves en los que no eran necesarias más palabras.

Vuelvo de vez en cuando a Borges, a pesar de que haya tanto por leer. Siempre es una experiencia embriagadora, y tengo la suerte de haber olvidado muchos de esos finales apoteósicos, de modo que me dejo mecer como si fuera la primera vez por las peripecias de Funes el memorioso, de “El inmortal”, del jardín de los senderos que se bifurcan.

Me he acordado inmediatamente de Borges al descubrir los relatos de un escritor francés del que no sabía nada: Marcel Schwob. Lo está reeditando Alianza en su inacabable colección de bolsillo y lleva unas cubiertas del estudio de Manuel Estrada que evocan indefectiblemente las del mencionado Daniel Gil. Después de leer, absorto, maravillas como “El Dom”, “El cuento de los huevos”, “Los tres aduaneros”, “Para Milo” o “La última noche”, recupero el prólogo que ha hecho Mauro Armiño para esta edición. Él es el responsable de la traducción (cómo debe de ser el original francés si es tan bella la versión en castellano) y firma una introducción que contextualiza al autor y su obra: no llegó a vivir 40 años, entre 1867 y 1905, publicó media docena de libros y tradujo al francés a Shakespeare, Thomas de Quincey y a su admirado Stevenson, entre otros.

Mi descubrimiento de Schwob ha llegado por medio de un conjunto de relatos titulado “Corazón doble”, que aglutina además los cuentos de otro libro: “La leyenda de los mendigos”. Dice en un prefacio el propio Schwob que el terror es el protagonista de estas historias. Poco que ver con “historias para no dormir” o subgéneros de literatura de miedo. Es mucho más complejo, más sutil y refinado. Mucho más subyugante.

Y ahí entronca con el recuerdo que yo tenía de los cuentos de Borges. Luego he descubierto que el argentino se consideraba deudor del francés. Hay muchos fragmentos en estos cuentos, más de una treintena, que merecen ser rescatados. Escojo por ejemplo el arranque de “El cuento de los huevos”:

Había una vez un pequeño y bondadoso rey (no busquéis otro, la especie se ha extinguido) que dejaba a su pueblo vivir a su antojo: creía que era un buen medio de hacerlo feliz. Y él mismo vivía al suyo, piadoso, bonachón, sin escuchar nunca a sus ministros, porque no los tenía, y celebrando consejo únicamente con su cocinero, hombre de gran mérito, y con un viejo mago que le echaba las catas para entretenerlo. Comía poco, pero bien; sus súbditos hacían lo mismo; nada turbaba su serenidad; cada cual era libre de cortar su trigo en agraz, de dejarlo madurar y guardar el grano para la próxima siembra. Era realmente un rey filósofo, que hacía filosofía sin saberlo; y lo que muestra bien que era sabio sin haber aprendido sabiduría es el maravilloso caso en que pensó perderse, y su pueblo con él, por haber querido instruirse en las máximas saludables.

Ocurrió que un año, hacia el fin de la cuaresma, aquel buen rey mandó llamar a su mayordomo, que se llamaba Fripesaulcetus o algo parecido, a fin de consultarle sobre una grave cuestión. Se trataba de saber lo que comería Su Majestad el domingo de Pascua.

Da buena idea de lo que un lletraferit encontrará  en estas jugosas páginas. Anatole France, como recoge el traductor en su texto introductorio, lo captó de maravilla: “todos estos cuentos son raros o curiosos, de un sentimiento extraño, con una especie de magia de estilo y de arte”.

Es eso, sin más.