Chuparse los dedos

Es extraño que una novela se cierre con cuarenta páginas de notas y bibliografía, si no se trata de una edición crítica y comentada. No es normal que una historia construida a base de retazos tenga tal poder de evocación y sea como un trampolín desde el que zambullirse en decenas de otros libros que solo tienen un aparente nexo de unión: estar escritos por mujeres y pregonar la libertad más absoluta. Es, en cualquier caso, digno de celebrar que Alianza Editorial publicara hace unos meses una novela titulada “Después de Safo”, que brillaba en las mesas de las librerías por su enigmática (y atractiva) cubierta. Es el primer libro de ficción de Selby Wynn Schwartz, una profesora de escritura de la Universidad de Stanford que recrea a partir de un largo proceso de investigación la vida y obras de un grupo de escritoras que a principios del siglo XX se iban citando en París para saber qué había querido decir Safo hace 2500 años.

Rendir homenaje y buscar inspiración en una mujer de la que apenas nos han llegado fragmentos de su obra (el más largo, de 16 versos) puede ser tarea titánica… o poética. Antes de arrancar el primer capítulo lo explica la narradora en el breve prólogo, de una manera bellísima: “Cada una [de nosotras] se recreaba en su propio entorno, buscando en los fragmentos de poemas palabras para decir qué podía ser esto, este sentimiento que Safo llamaba aithussomenon, el modo en el que las hojas se mueven cuando no las toca otra cosa que el sol del mediodía”.

Lo que viene a continuación es un disfrute, no exento de dificultades. Debe de haber más de doscientos textos, que casi nunca pasan de página o página y media, en los que se nos van cruzando las vidas de escritoras y artistas como Colette, Gertrude Stein, Sarah Bernhardt, Isadora Duncan, Eva Palmer, Virginia Woolf, Penélope Sikelianós, Lina Poletti y muchas otras que más de una vez he buscado en Google, a ver si existían y lamentando no haber oído nunca nada sobre ellas. Paco Cerdà lo explicaba de maravilla en su fantástica reseña del Babelia de hace unos meses.

Esta novela hipnótica, además de la recompensa que proporciona al que se esfuerza en tratar de montar el rompecabezas, tiene otro aliciente: la elegancia y el lirismo con el que está escrita. Su traductora al castellano, Aurora Luque, seguro que ha hecho una labor fantástica para volcar la belleza de muchas de esas piezas del puzle.

Como en esos ejercicios, cuando se aprende una lengua extranjera, en los que nos invitan a rellenar los blancos hasta dotar de sentido completo a una frase, Selby Wynn Schwartz traslada a su novela los misterios de los versos de Safo que sólo se han podido salvar a medias y propone a los lectores que vayamos dando cuerpo a los perfiles que nos brinda. Es un juego que nos permite transitar por el primer tercio del siglo XX, en un “Grand Tour” que nos pasea por París, Italia o Gran Bretaña mientras descubrimos a unas mujeres sin miedo que abrazan la libertad que parece abrirse camino, convencidas de que los recelos quedarán atrás y pronto nadie les colocará la etiqueta de “amazonas, viragos, tríbadas, lesbianas o invertidas”.

Hay un momento en este libro, visible sobre la mesa la mitad de las cartas, en el que algunas de estas mujeres participantes en el último encuentro de la Sociedad del Futuro piden a Casandra que haga uso de su don profético. Si damos por bueno el mito, nadie creería sus augurios, pero en su respuesta puede estar la razón de ser de este libro: “no es verdad que a Safo no le sucediera otra cosa que su propia vida. ¿Habéis olvidado que una poeta se acuesta a la sombra del futuro? Nuestras vidas son los versos que faltan en los fragmentos. El futuro de Safo seremos nosotras”.

Concluida la lectura descubrimos que la editorial ha colgado de su página web una guía de lectura que es más que aconsejable. Además de iluminarnos sobre esas mujeres de las que tan poco sabíamos (y ofrecernos los libros que la propia Alianza ha publicado de algunas de ellas) recoge un jugoso apartado con el “diario de traducción” de Aurora Luque así como otros atractivos textos que pueden ayudar a desentrañar la novela.

A modo de cierre de esta guía aparece una frase atribuida a Colette que resume de maravilla la sensación con la que nos hemos quedado.

  

Ellas cuentan

“He tenido que indagar en un pasado que había enterrado no solo en otro continente, sino también en mi memoria. He tenido que enfrentarme a recuerdos que no quería recordar. He vuelto a vivir momentos que ojalá no hubiera revivido. Y no solo mientras escribía me enfrentaba a esta tortura, también lo hacía mientras paseaba a mi perro, trabajaba o tomaba el sol en la playa. Cada momento feliz de mi vida, desde que empecé a escribir, se ha visto ensombrecido un poco por este libro. Escribirlo ha supuesto para mí un viaje a un lugar al que en realidad no quería volver nunca más. Un sitio oscuro, aterrador, triste.” Lo dice Rocío Quillahuaman, una ilustradora limeña establecida desde niña en Barcelona, en lo que parece una justificación por no ser exactamente escritora. “Tres años en el infierno por una buena causa” es el título del prólogo de unas memorias tituladas “Marrón” (Blackie Books), en las que clama por la ausencia de personajes con su mismo color de piel en la narrativa actual, que parece un redil al que solo pueden acceder los personajes de piel blanca. “Y las historias de gente como yo, chicas jóvenes marrones, quedan siempre apartadas, encasilladas como diferentes y marginadas como nosotras mismas”.

Me acordé de esta lectura de principios de año en pleno verano gracias a un reportaje de El País dedicado a las desclasadas, “las autoras que desmitifican el ascensor social”. Menciona a Bibiana Collado, autora de “Yeguas exhaustas”, a Eider Rodríguez, cuya “novela de no ficción” sobre su padre alcohólico ha recibido críticas entusiastas, a la italiana Giulia Caminito y a la madrileña Alana S. Portero, de la que tanto se habla por su novela “La mala costumbre”. El reportaje cuestiona la tan traída y llevada “meritocracia”, el engaño del supuesto ascensor social y acude a la propia Portero, que considera que esta oleada responde a la ausencia de perspectiva de clase en buena parte de las ficciones de escritoras de las generaciones previas: “a mí faltaba en autoras que todavía venero, como Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Rosa Montero”.

Esta última ha sido precisamente una de mis lecturas de agosto, con su libro más reciente, “El peligro de estar cuerda”, publicado por Seix Barral. Y no sé hasta qué punto se le puede aplicar la tesis de Alana S. Portero, en tanto que aquí la ficción asoma de vez en cuando la cabeza pero todo parece indicar que son unas memorias que indagan en el propio proceso creativo mientras se analiza hasta qué punto ha afectado a su condición de escritora la “rareza” que la acompaña desde la más tierna infancia.

Rosa Montero reivindica su faceta periodística desde el mismo planteamiento, no sólo porque aluda continuamente a su amplia faceta de entrevistadora o a su carrera en El País, sino porque la obra es un cruce permanente de referencias y citas de otros autores tocados por un “punto de locura” que bien podría ser la chispa de su creatividad. Hay un trabajo notable de documentación e investigación y aparecen continuamente ejemplos de esas vidas alejadas de la cordura que en algunos casos terminaron en tragedia: Virginia Woolf, Anne Sexton, Sylvia Plath.

Esa combinación de memorias íntimas (las muertes de su madre o e su pareja), recuerdos de sus años de apogeo en la prensa (con entrevista íntegra incluida a Doris Lessing) y reivindicación de la rareza para entender cómo puede activarse el proceso creativo se entrecruzan con una serie de episodios espaciados en el tiempo que Rosa Montero dosifica de maravilla hasta llegar a un final en el que asistimos a lo que ya no sabemos si es una historia de amor otoñal, el desenlace rocambolesco a unas acciones que la hicieron víctima durante décadas de una admiración desmedida o, sencillamente, el colofón adecuado a esta negación reiterada de la existencia de la cordura.

“Somos yonquis de la intensidad para intentar no ver las cuencas vacías de la calavera”, dice Montero para rematar un capítulo extraordinario cuajado de citas de autores (muchos de ellos suicidas, porque según la estadística los escritores tienen un 50 por ciento más de posibilidades de quitarse la vida que el resto de los mortales) y repite desde varias perspectivas que ella escribe (como Patricia Highsmith) debido al aburrimiento que produce la realidad y la monotonía de la rutina.

Por los mismos días en los que estaba embarcado en este elogio de la locura releí un cómic de Henar Álvarez, titulado “Mala leche” (Planeta). Era divertido compaginar dos lecturas tan diametralmente opuestas. Allá donde Montero se afanaba en colocar citas que apoyaran sus tesis, Henar Álvarez vehicula su humor salvaje y sus cuitas cotidianas gracias a las viñetas de Ana Müshell. Las reseñas elogiosas que aparecen en la faja del libro hablan de desinhibición, de deseo sexual no resuelto o de sueños húmedos.

Es el signo de los tiempos, el periodismo reposado y documentado de hace unas décadas convive ahora en la radio o en internet con programas como los que presenta o guioniza Henar Álvarez, en los que hay que ser rápida para abordar cuestiones (incluso peliagudas) que se deshacen en pocas horas porque hay otro trending tiopic que reclama atención. Más allá del punto llamativo con el que arranca la historia (su pareja se niega a lamerle las tetas repletas de leche), en el cómic late un feminismo irreverente en el que también hay espacio para el miedo a la muerte o algo más prosaico como el temor al “qué dirán”.

Relatos en primera persona con esa sensibilidad que tienen ellas para enseñarnos lo que se nos antoja invisible.

Don Juan

De repente un día, de esto hace tres o cuatro años, me di cuenta de que me encontraba a Juan Tallón por todas partes. En un blog con humo de novela negra, de manera esporádica en la revista (entonces) digital Jot Down, charlando en el ciberespacio con Josep Martí Gómez, con el que se cruzaba cartas con acuse de recibo en La Lamentable… y hasta oí su voz una vez, y muchas más después, en la Cadena SER. Frecuentábamos las mismas parroquias, o como diría él, éramos parroquianos de los mismos bares, nos emborrachábamos juntos y no lo sabíamos (que estuviéramos tan cerca, no que no anduviéramos bebidos).

Ahora Tallón debe de sumergirse en gin-tonics de 30 euros, de esos que ponen en las terrazas de Recoletos. Aunque parece que sigue viviendo en Ourense. Pero se codea con gente importante y es de lo poco interesante que uno puede encontrarse en antros antaño tan lujosos como El País. Poco antes de las vacaciones de verano seguía siendo el encargado de bajar a las 12 la persiana de A vivir que son dos días, en la SER. El sonido telefónico de su voz atropellada, gritando para que quedara claro que hablaba desde provincias, la ironía, el gusto por las metáforas alcohólicas y la mirada, que intuyo entre atónita y desprejuiciada, eran el golpe de gracia a unas cuantas horas de radio que no dejaban títere con cabeza.

Decía que hace unos años me encontraba a Tallón en cualquier esquina, pero ahora tengo que ir a buscarlo. Es un placer, porque experimento la sensación de encontrarme con un viejo amigo, y es un gusto porque nunca quedo satisfecho y él, sin embargo, parece guardar alguna petaca debajo del brazo. Soy, como él, un lletraferit. Traducido tal cual del catalán, un letraherido, pero creo que se pierden matices que no sé perfilar. Juan Tallón escribe de maravilla, pero lee mucho mejor. Interpreta, degusta, destila… y nos hace partícipes de su juerga, como ese familiar tarambana que tiene gracia para contar historias.

Se jacta de beber y ha hecho del alcoholismo un rasgo distintivo de su literatura. Mientras haya bares se llama su último libro. Es imposible que beba tanto como dice, que beba mucho si lee tanto y con tanto provecho. Quedé cautivado allá por 2012 con una columna que publicó en Jot Down. Esa pasión por organizar en listas nuestras filias y fobias le permitió montar un texto brillante, sardónico, erudito, repleto de senderos que se bifurcan y, marca de la casa, salpimentado con citas, anécdotas, localismos y muchos nombres de escritores.

OL00123001_tallon

Busqué a Tallón por los bares y me lo encontré en un libro de libros titulado precisamente Libros peligrosos (Larousse, 2014). Al ver qué paño vendía corrí presto a comparar sus lecturas con las mías: agarré el índice de 100 obras que glosaba en su inclasificable libro y marqué con un fosforito las que había leído, para luego señalar con una equis aquellos autores que conocía aunque fuera por otros títulos distintos. Coincidíamos en una cuarentena. Nombres tan dispares entre sí como Max Aub, Gabo y Vargas Llosa, Rulfo, Camus, Onetti, Virginia Woolf, Gay Talese, Quim Monzó, Marsé, Queneau, Ramiro Pinilla, Belén Gopegui, Perec, Roberto Bolaño…

Desde entonces, siguiendo su instinto feroz, he atrapado una novela enorme en su aparente sencillez (A esmorga, de Blanco Amor), los Diarios de Iñaki Uriarte, la locura del Vietnam que recreó Robert Stone en Dog Soldiers, los relatos de David Foster Wallace o las novelas demoledoras, de tan cotidianas, de James Salter. Sólo ha habido una propuesta suya de la que he salido huyendo por patas: las parafilias de los personajes de Crash, de J. G. Ballard, crisparon mis nervios y mataron la libido que en otros puede despertar un cuerpo herido, dentro de un coche aplastado..

Juan Tallón, como dicen que dijo Borges, es un autor que desde luego se puede vanagloriar de lo que ha leído. Ya tendremos tiempo los lectores de ensalzarlo por lo que ha escrito. Las lecturas de Tallón son dinamita pura, al pasar por el tamiz de su escritura. Me encantaría ver sus blocs de notas, si atesora ejemplares con las páginas dobladas por las esquinas o subraya las frases que le gustan, o si prefiere hacer anotaciones al final, en las páginas en blanco que quedan hasta completar pliego.

El libro que escribió Tallón para Larousse es una invitación a leer hasta perder el sentido, una llamada al insomnio perenne. Antes había publicado una novela corta (El váter de Onetti, Edhasa), que en su aparente brevedad no dejaba de tener su aquel, con trazos biográficos, ambiente opresivo y un desenlace a los Alfred Hitchcock que cortaba el sentido. Publicó en gallego, luego traducida al castellano como Fin de poema (Al revés, 2015), un peculiar libro que parecía mezclar ensayo, literatura y querencias suicidas. Cuatro autores viven sus últimas horas, y el narrador está allí para explicárnoslas. Los cuatro se van porque quieren. Son brillantes, tienen reconocimiento, han dejado una obra que no dejará de crecer pero alimentan tendencias autodestructivas. De semejante envite sale Tallón ufano, sacudiéndose el polvo de las mangas de la americana, buscando un bar donde tomar un trago.

A su salud.