“¿He inventado un personaje de ficción?”, se pregunta Iñaki Uriarte. Y sigue: “¿Es un personaje de ficción el autor de los diarios que me atribuyo?”. Lo hace en el epílogo de la “edición completa” de los “Diarios”, que acaba de editar Pepitas de calabaza.

Este epílogo no llega a la cincuentena de páginas en el medio millar que suponen estos diarios, tan destilados como explica el propio autor de manera frecuente, cuando confiesa haber escrito dos páginas escasas en un mes o haber destruido todo lo que había acumulado en las últimas semanas. Y este añadido final tan jugoso como el resto de textos que ya conocíamos, y de los que aquí somos devotos.

La pena, al leerlos ahora, es que aquí sí que parece que se acaben los diarios de Uriarte, en los que es tan fácil sumergirse (aparentemente) pero de los que ya no se puede salir sin sentir cierta sensación de vacío. Tengo un montón de páginas dobladas por las esquinas, para no olvidar algunas de esas frases lapidarias o uno de esos comentarios desprejuiciados que en pluma de otro escritor parecerían una boutade pero que, dicho por Uriarte, tienen ese punto de travesura que nos lo hace tan atractivo. “Ni ‘espíritu de sacrificio’, ni ‘afán de superación’, ni ‘aspiración a la excelencia’. Ni ningún respeto o simpatía por tales cosas”.

Me reconozco en algunas de sus neuras: “se me acumulan los libros por leer como si fuera recados por hacer” y hasta me puedo aplicar el cuento de las disputas que tienen dos de sus amigos, a los que cita con frecuencia: “Indignación de Pedro y Miguel con los blogs de internet: ‘¿Qué pasa¿ ¿Qué ahora todo el mundo se ha puesto a escribir cualquier cosa que se le ocurra?’ […] A veces es como si les enfureciera que los blogs se puedan escribirse sin pasar por el filtro de los editores”.

Cuando habla del placer de la relectura, entiendo por qué corrí a buscar este volumen en cuanto supe de su existencia: “¿Qué se relee? Aquellos libros que te han interesado y de los que se sabes que te has dejado mucho por el camino. Aquellos que te produjeron un placer intenso y singular, que no podrías encontrar en ningún otro libro”.

Al volver a adentrarme en sus páginas he tenido la sensación de haberme encontrado con un viejo amigo, del que sabía alguna de sus batallitas: su nacimiento en Nueva York, que por la pensión que tenían sus abuelos en la “gran manzana” pasaron Rubén Darío y otros literatos latinoamericanos, sus cenas familiares de Navidad, el cariño inmenso que Uriarte y su mujer sienten por el gato Borges, al que recuperaron de la calle, su defensa apasionada de Benidorm…

Pero ahora me ha sorprendido reconocer entre uno de sus conocidos del pasado al profesor de literatura que tuve en la facultad, “una mezcla de abertzale batasuno y musulmán”, un defensor entusiasta de Jünger, al que propuso como doctor Honoris Causa de la UPV y por lo que se montó un pequeño follón en la facultad, dadas sus simpatías por los nazis en el pasado. Este profesor, quizá un poco estrambótico, hablaba apasionadamente de autores tan variados como Ibsen o Colette y para acceder al examen de su cuatrimestre era obligatorio escribir antes de responder las preguntas un poema de Lorca, el que fuera. Casi un cuarto de siglo me he quitado de encima al leer el sucinto párrafo en el que explica diversos episodios de aquel profesor. Y que ha eliminado varios grados en mi conexión con Uriarte, un juego (el de la teoría de los seis grados) que alguna vez menciona también aquí.

En otro momento habla de un paisano suyo, Ramiro Pinilla, precisamente al hacerse eco de su muerte a los 91 años. Y dice de él que es “un buen escritor al que leído poco”, recuerda que estuvo emparejado en sus últimos años con una muy buena amiga del propio Uriarte y añade de él que “fue alguien singular y excepcionalmente honrado”. Fue algo que empezamos a saber los lectores a raíz del éxito de su trilogía vasca “Verdes valles, colinas rojas”, cuando nos sorprendió una narración tan apabullante de alguien que hacía años había decidido retirarse a escribir después de una sonora decepción con el mundillo literario.

Hay muchas más páginas marcadas después de esta (nueva) lectura absorbente de los diarios de Uriarte. Entiendo ese epílogo como un regalo que el autor y la editorial nos hacen a los lectores devotos de estas páginas tan deliciosas. Es verdad que es un adjetivo quemado, el de “deliciosas”. Pero no encuentro otra manera de referirme a una literatura que nace de una elaboración tan personal, sin pretender satisfacer más que al propio autor y que, dadas las circunstancias y ese éxito minoritario entre unos lectores exigentes y fanáticos, va extendiendo su fama más allá de los lectores de diarios.

Seguiremos evangelizando.

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