En la revista Jot Down hay un texto de Octavio Domosti al que he vuelto varias veces. Sigo sin entender todo lo que dice pero me encanta dejarme bambolear por la argumentación física que utiliza para explicar por qué un puente se puede mecer al ritmo del viento que incide sobre él en no sé bien qué circunstancias. Se puede revolver como una serpiente a la que aguijonean en alguna parte de su elástico cuerpo y, si le siguen buscando las cosquillas, se puede romper, así de sencillo. Un puente, hecho de hormigón, piedra, cables de hierro y otros materiales aparentemente resistentes terminan retorciéndose como esas cuerdas que de pequeños agitábamos provocándoles una sucesión de eses sinuosas que se iban haciendo más pequeñas a medida que la cuerda absorbía la fuerza que le imprimíamos desde la otra punta.

Hay un párrafo en ese artículo de Domosti que suena a música celestial para los neófitos: “El viento soplaba de forma constante, pero las ráfagas constantes pueden generar efectos rítmicos sobre el tablero: es lo que se denomina generación de vórtices, torbellinos de viento asociados a la turbulencia que se crea alrededor de un objeto que está inmerso en un fluido (en este caso, aire) en movimiento, que hacen que el objeto (en este caso, la estructura) vibre por la acción de esos vórtices. Esto es lo que sucedía con las oscilaciones longitudinales de Galloping Gertie. Hubo resonancia, sí, entre la frecuencia de formación de vórtices y la frecuencia natural del puente, aunque las vibraciones no crecían incontroladamente sino que el amortiguamiento de la propia estructura las mantenía acotadas.”

Galloping Gertie es el sobrenombre del puente de Tacoma, en Estados Unidos. La “galopante Gertie” fue protagonista de una filmación de vídeo que parece una película de dibujos animados hecha en casa, con un programa de esos que permiten unos efectos especiales tan efectistas como chapuceros. El periodista local que grabó aquellas oscilaciones se salvó por los pelos, pero no tuvo la misma suerte un perrillo que andaba por ahí. Todo esto lo explica Octavio Domosti en el texto de Jot Down.

Me he acordado varias veces de este artículo y del vídeo que me apresuré a buscar en YouTube y que miré varias veces embriagado por todo ese follón de vórtices, flaneo, resonancias, oscilaciones y vientos longitudinales. He leído en pocas horas un libro de Gay Talese sobre la construcción del puente de Verrazzano-Narrows, que desde la década de 1960 une Brooklyn con Staten Island. Lo escribió Gay Talese en 1964 y lo editó en castellano Alfaguara medio siglo después, coincidiendo con el medio siglo de la inauguración. Escribió un prólogo Talese para la ocasión, en el que explicaba que cada día 160.000 vehículos cruzan la luz del puente, lo que genera un beneficio diario de casi un millón de dólares.

“El puente”, así de sucinto titula este maestro del periodismo de largo aliento, deja a un lado la física, los cálculos, los aspectos más técnicos, y se centra en algunas de las miles de historias que hay detrás de la construcción de este puente que tiene una longitud de 4.176 metros y que en su momento admitía comparaciones con el Golden Gate de San Francisco y el Mackinac de Michigan. Va dosificando pequeños detalles que acaban conformando un puzle de vivencias personales, poniendo cara a esos trabajadores que si hacía demasiado viento no trabajaban y por ello no cobraban. Sin que nadie cuestionara que a cien metros del suelo, con rachas de más de 60 km/h tiene que ser muy difícil ajustar un perno o luchar para que no se caigan de las manos herramientas de varios kilos de peso.

Esta edición de Alfaguara cuenta con el acierto de enriquecer el relato con imágenes, de gran calidad, en las que se ve a varios de los protagonistas del relato, sobre una viga que se antoja una cuerda floja, sentados a muchos metros de altura, empujando un cable que parece ejercer una fuerza descomunal. Se habla de accidentes que terminaron con un compañero destrozado al caer al mar, perdiendo la camisa en su caída por la fricción con el viento. Se explican huelgas para que la constructora pusiera una redes que terminaron salvando varias vidas, se detallan juergas en las que los trabajadores (los boomers) iban combinando whisky y cerveza cada noche, mientras esperaban el fin de semana para hacer 600 kms y volver a visitar a sus familias, con las que escasamente pasaban unas horas antes de volver al tajo.

Gay Talese se jacta en el prefacio de mantener el contacto con muchos de los protagonistas de estas historias, a los que debió de preguntar muchas cosas, dada la minuciosidad con las que explica las relaciones entre ellos, sus lugares de origen, su pertenencia a sagas de constructores de puentes y rascacielos, gente sin miedo al vértigo y con el orgullo de saber que pertenecen a un árbol genealógico que está dibujado en el skyline de Nueva York. Esta crónica es una lección de periodismo, el relato humano de cómo se erigieron esas infraestructuras que siguen maravillando a quienes transitamos por ellas y que incitan al viento a ponerlas a prueba.

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